Existen las personas que no saben nada y hablan mucho de todo. En lo fundamental son inocuas. En cambio, aquellas que saben mucho de pocas cosas y hablan de ello abundantemente pueden ser peligrosas. De esta categoría suelen provenir los lateros, un espécimen terrible de la vida social.
Siempre he temido pavorosamente convertirme en un latero. Sería una maldición sublime. Últimamente me he sorprendido preguntando trémulamente a mis amigos si acaso estoy siendo latero, y también indignamente a mis alumnos, sobre todo si los he visto cabecear en clases, lo cual ocurre cada vez más a menudo. También pienso que se puede ser un columnista latero, aunque se trate de un sabiondo.
No quiero ni debo pelar (hay un pacto tácito de buen trato mutuo entre opinólogos), pero reconozcamos que pelar es una de las actividades más difíciles de lograr una plena lata. En alguna parte Joaquín Edwards Bello —un autor antídoto contra las latas— opina que Santiago se sostiene en un gran pelambre, y que, si cesara el pelambre, se derrumbaría bajo el peso de la lata.
Con todo, un latero recalcitrante puede incluso pelar lateando. A esta subcategoría de pelador latoso se aproxima bastante otro arruinador de la vida social que es el “patoso”, la persona que cree ser chistosa sin serlo, y el “pelmazo”, el pesado inoportuno.
El latero atrapa con su discurso al oyente. Se lanza a la yugular y no la suelta, inoculando un tedio irremontable. Esa es su esencia.
Todo este parloteo me hace pensar que quizás le estoy concediendo demasiado valor a la amenidad. Un amigo que conoce un montón de literatura chilena —estábamos hablando de un escritor en particular— me dijo, y me pareció que rozaba una verdad esencial, que todos los buenos escritores chilenos pasan por un momento no menor en que se deslizan hacia la lata y la gran lata.
En la dinámica de esta columna me parece que llegué a un punto riesgoso, por fortuna ya en su cuarto final. Me tranquiliza pensar que mi trayectoria me defiende: soy el correlato pasivo del latoso. No el correlato activo —el desbordante de simpatía y amenidad—, sino aquel pobre sujeto que el latero escoge para propinarle la lata. Usted comprenderá esta tirria: me persiguen, se me pegan como lapas. Ser colaborador de “El Mercurio”, hay que señalarlo, es una miel para estos abejorros.
Amo a las personas escuetas, más bien introspectivas, agudas e irónicas en el decir, con un humor ligero e ingenioso. También amo a los amigos y amigas que, piadosas ellas, van al rescate de la víctima y recurriendo a cualquier triquiñuela me liberan del martirio.