La presentación de Andrea Bocelli en el Festival de Viña del Mar puso en evidencia la nostalgia de excelencia, de la tarea bien hecha (con rigor y a la vez convicción), y también la nostalgia de belleza (tan bien señalada por el arzobispo de Santiago Francisco Chomali) que tiene hoy el pueblo chileno. Hemos llegado tan bajo en tantas dimensiones que lo que ayer dábamos por hecho o normal, hoy nos parece excelso, además de escaso.
Algo parecido ocurrió con los funerales del expresidente Sebastián Piñera: fue el pueblo que se volcó a las calles para expresar el reconocimiento de quien, por mucho tiempo, fue convertido en el villano por aquellos que, apenas llegados al poder, han demostrado unas limitaciones e ineptitudes pocas veces vistas en la historia de nuestra democracia después de la transición.
Al lado de autoridades improvisadoras e inoperantes, cuyas acciones ante las catástrofes y problemas propios de la complejidad de gobernar han sido, por decir lo menos, pobres y en muchos casos tardías, la energía y capacidad de gestión de Piñera los hace parecer principiantes a punto de reprobar. Se empieza a recordar también con nostalgia a Lagos y Frei y los demonizados treinta años que, a este paso, serán recordados como una edad de oro.
El “Monstruo”, en Viña del Mar, sorprendió ovacionando un espectáculo que incluía un repertorio de canciones que podrían ser consideradas “anticuadas”, o arias operáticas, todo aquello que una parte de nuestra élite ilustrada considera que no hay que entregarle al pueblo. Estos han sido largos años de “pan y circo”. Pero nada más impredecible que nuestro “Monstruo”, el mismo que rechazó la propuesta constitucional de una Convención que llegó a convertirse en un patético espectáculo de farándula, de muy bajo nivel.
El pueblo, el “Monstruo”, no es tonto, ha mostrado más intuición y sentido de realidad que nuestra élite, y sobre todo que nuestra nueva élite que, arrogándose su representación, ha sido pifiada antes siquiera de iniciar lo más importante de su rutina. Ya sabemos que su programa consistía en moldear la resistente realidad a una mirada ideológica que no sirve para solucionar los problemas de la gente.
¿Qué fue lo que la multitud ovacionó del espectáculo de Andrea Bocelli y sus artistas invitados, entre ellos orquesta y coro chilenos, lo mejor de lo nuestro? En primer lugar, la impecabilidad. Nos hemos ido acostumbrando, en muchos espectáculos, a la ordinariez, el facilismo, el feísmo, que esplendió en octubre del 2019 con toda una estética de la deconstrucción y degradación.
Si algo caracterizó la presentación de Bocelli fue la impecabilidad de las formas, lo tradicional de las vestimentas de los artistas en escena (que parecía remontarnos a décadas anteriores), la sobriedad. Por eso comete un grave error el Presidente Boric cuando, por ejemplo, decide no usar corbata en ceremonias públicas, como si eso pudiera granjearle la simpatía y cercanía de su pueblo.
Lo de Bocelli nos ha mostrado que el pueblo necesita a quien admirar. Y que las formas son tan importantes como el fondo, algo que nuestra nueva élite parece despreciar. Todos los políticos, particularmente los parlamentarios, debieran tomar nota de esto. Ellos han farandulizado la política pensando ganar unos puntos, y hoy están al final de la tabla en las encuestas.
Si les gusta tanto el espectáculo, aprendan de Bocelli. En la década del 70, en el programa “Sábados Gigantes”, un hombre enmascarado, el “chacal de la trompeta”, hacía sonar su instrumento estruendosamente cuando un participante en un concurso de talentos, desafinaba. Era implacable. Sin condescendencias. El chacal de la trompeta nos muestra que no debemos acostumbrarnos a la mediocridad y a la falta de talento. El pueblo acaba de clamar en Viña, y no es solo nostalgia, sino desesperación, por la excelencia perdida. Y, por eso, es urgente que regrese el “chacal de la trompeta”.