Morir es algo; la muerte, nada. Morir es un acontecimiento radical e inevitable. Todos pasaremos por él en momentos, circunstancias y modos muy disímiles. Es radical morir porque nada puede ser más extremo que el hecho de morir. Es inconmensurable la diferencia entre el último segundo de vida de una persona y aquel que sigue al acto de morir. Antes de morir, se está, y luego de hacerlo no se está ya más. El cuerpo que somos —no que tenemos, que somos—, con la enorme y fascinante complejidad de la red en que consiste, expira, se enfría y se descompone.
De quienes han pasado por el acto de morir tendríamos que decir eso, que murieron, pero no que están muertos. La muerte no es un estado en que se encuentren aquellos que murieron: se trata solo de una inconmensurable oscuridad de la que no se tiene conciencia, la misma que, también sin conciencia individual de ella, precede al nacimiento de los seres humanos. Otra cosa es que se recuerde a las personas que han muerto, y que, de una manera que puede ser muy intensa, pero figurada, digamos que viven en la memoria que guardamos de ellas.
Recuerdo que el escritor Claudio Magris, en conferencia que dio en La Moneda durante el gobierno de Ricardo Lagos, puntualizó, con todo realismo, que la vida no es más que un brevísimo haz de luz entre dos inmensas oscuridades: la que sigue al acto de morir y aquella que antecede al nacimiento. Sin embargo, y entretanto —añadió—, “bien podemos tomarnos un vaso de vino”, y donde “vino” es mucho más que ese delicioso licor que fabricamos de las uvas. “Vino” es aquí lo que cada cual hace con su vida para conferir a esta sentido —o, mejor, sentidos—, dotándola de un significado tanto para sí como para los demás. Unos sentidos que cada cual da a su vida y que no descubre como si le fueran dados de antemano.
Algunos creen que después de morir comienza una vida eterna, fuera de todo tiempo y lugar, incorpórea; otros consideran que algo así es altamente improbable; y unos terceros están convencidos de que no hay tal vida eterna. En eso hay también diferentes creencias, todas respetables, aunque muchas veces se discuta sobre el particular. Pero respetar una creencia no significa renunciar a debatirla, si bien el resultado será siempre el mismo: cada cual continuará instalado en su creencia.
Nadie hace cambiar la creencia de los demás y tampoco es posible dirimir el debate con algún tipo de acuerdo o transacción. Los desacuerdos en ideas pueden llevar a ese resultado —un acuerdo, una transacción—, pero no aquellos que recaen sobre creencias, y menos sobre una creencia como la de si hay o no otra vida luego de la que pasamos en esta Tierra. Es por eso que después de cada debate sobre el particular los intervinientes se retiran cada cual a su lado, tan o más convencidos que antes, renunciando a imponer su creencia a aquellos que no la comparten y a utilizar la fuerza con tal propósito.
Concluyo con una cita de Norberto Bobbio, quien en 1986 ofreció dos conferencias, una en la Universidad de Valparaíso y otra en la Católica de Chile. Ambas versaron acerca de la democracia, sobre la pluralidad o diversidad de creencias e ideas que hay en toda sociedad, y sobre el pluralismo, o sea, la actitud que consiste en ver la pluralidad como un bien y no como un mal y ni siquiera como una amenaza.
La cita es esta: “De la convicción de que las creencias últimas de las personas son irreductibles, he sacado la lección más importante de la vida; detenerme ante el secreto de cada conciencia, escuchar antes de discutir, y discutir antes de condenar”.