Escribo motivado por los violentos incidentes ocurridos el pasado domingo en el Estadio Nacional.
Hace 30 años, el 10 de abril de 1994, concurrí a ese mismo recinto a ver un partido de la Copa Chile entre mi equipo, Colo Colo, y la Universidad de Chile. En el campo de juego las cosas fueron adversas para el elenco popular. En menos de veinte minutos, Marcelo Salas había encajado dos goles a Daniel Morón, quien era entonces guardapalos de la oncena alba. Resultado final: 4 a 1 en favor de los azules.
Un poco antes de terminar el primer tiempo, en la zona ocupada por la barra colocolina, se inició una gran fogata alimentada por los tablones que servían de asiento, supongo que como respuesta a la frustración del marcador.
El recién asumido Presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle, presente en el recinto, declaró su indignación por los acontecimientos y manifestó con total seguridad que la tramitación de un proyecto de ley terminaría con situaciones tan lamentables.
Treinta años después, todo se repite. En lo anecdótico, el pasado domingo el rival era otro y Colo Colo ganaba el partido. Pero se reiteran la fogata y los mismos dichos altisonantes de las autoridades y organizadores: “Esto representa un antes y un después”, “es urgente tomar medidas”. En ambos casos, con el tono elusivo de aquel que intenta pasar página.
Lo nuevo es que el Estadio Nacional fue renovado con alto costo fiscal meses atrás para recibir a los Juegos Panamericanos. Y que desde 2014 acoge un memorial en recuerdo de los miles que allí padecieron violaciones a sus derechos humanos.
El vandalismo destructor, en esta oportunidad, dañó una parte de esas renovadas instalaciones y, también, con efectos irremediables, el memorial.
Han transcurrido seis gobiernos de distintos signos políticos desde aquel 1994, y el impulso destructivo en los estadios continúa presente con impunidad, alimentando y espejando una violencia que se reproduce y amplifica en los barrios pobres de nuestras ciudades, con los jóvenes como principales víctimas y protagonistas.
Los hechos ponen a prueba la fuerza del Estado en un asunto elemental que no ha podido resolverse en décadas. Son demasiadas las evidencias comparadas a nivel internacional que informan que un Estado incapaz de resolver lo mínimo —una barra brava en un recinto acotado—, menos podrá aplacar lo máximo: el crimen organizado en cualquier punto del territorio.
Para enfrentar ambas cosas se requiere de sistemas de inteligencia y estrategias multidimensionales. Y de unidad nacional.
La violencia en los estadios nos enseña que gran parte de las situaciones de deterioro de la convivencia y el espacio público que hoy vivimos no comenzaron hace dos años, durante este gobierno, sino mucho antes.
Y todavía no encuentran una contundente respuesta estatal.
Enfocarse en terminar la violencia en los recintos deportivos sería un deseable paso en la puesta en marcha de una voluntad transversal. Para quienes comercian con esta pasión popular, los clubes profesionales de fútbol, aunque lo eludan, esta es una obligación. Que debe asumir, además, la relevancia social de esta actividad.
Hay que modificar las leyes sin dientes, incorporar buenas prácticas de otras naciones y terminar con programas públicos que han demostrado no dar resultados. En vez, proponerse hitos y metas y un enfoque de rendición permanente de cuentas de todos los implicados. En materias públicas, lo que no se evalúa no avanza.
Si no, las fogatas destructivas seguirán creciendo.