Siendo la libertad de expresión un pilar fundamental de una democracia sana, su ejercicio debe ir acompañado de responsabilidad y convicción. Si las palabras dichas irresponsablemente pueden dañar a terceros o generar problemas allí donde no los hay, las que se emiten sin una convicción que las respalde no valen nada. Peor aún, cuando las palabras contradictorias se explican por una falta de convicción o por la necesidad de satisfacer a grupos que tensionan desde diferentes lados, se corre el riesgo de perder credibilidad y de transformarse en una suerte de Leonard Zelig, ese camaleónico personaje de Woody Allen cuya extrema inseguridad le llevaba a camuflarse con quien tuviera al frente.
El asunto es relevante, pues en una democracia el diálogo y los acuerdos son indispensables, y para ello las palabras de quienes tienen cargos de poder no pueden ser palabras vanas, falsas, contradictorias ni líquidas, pues ello redunda en la degradación de la propia democracia. Dicho de otro modo, es indispensable honrar la palabra.
No hay duda de que todos tenemos derecho a equivocarnos y a cambiar de parecer, más aún cuando las circunstancias nos llevan a ver las cosas desde otra perspectiva. El problema se genera cuando dichos cambios de opinión contradicen una trayectoria, pues invitan a sospechar que responden, más que a un aprendizaje genuino, al oportunismo o a la improvisación. ¿Le creería usted a un pirómano contumaz si dijera que desea ser bombero para apagar incendios porque ahora ya sabe lo dañinos que son?
En su libro “El queso y los gusanos”, el historiador Carlo Ginzburg expone el caso de un molinero de nombre Doménico Scandella que fue enjuiciado por la Inquisición y ejecutado en 1601. Aunque las razones para merecer dicha condena eran consideradas suficientemente graves en su época, como creer que Dios no había creado el mundo, lo que finalmente lo condenó no fueron sus creencias poco ortodoxas, sino que haberlas manifestado abiertamente. Es decir, fueron las palabras dichas con honestidad, pero ante demasiados testigos, lo que le costó la vida. Distinto es el caso de Pedrito, ese joven pastor que de tanto bromear perdió credibilidad. Como ya nadie se fiaba de sus palabras, cuando realmente llegó el lobo todos lo ignoraron y tuvo que resignarse a ver cómo se devoraba a su rebaño.
Afortunadamente ya no existe la Inquisición y los lobos tampoco merodean entre nosotros. Pero sí hay una opinión pública que está atenta y que toma nota de las palabras de los Doménicos y los Pedritos. En consecuencia, esas palabras imprudentes, impulsivas, contradictorias, irreflexivas, oportunistas, pero también a veces muy sinceras, van quedando guardadas como incómodos registros que salen a flote cuando sus emisores menos lo esperan. Pretender que no fueron dichas o que respondían a tal o cual acepción del diccionario, es menospreciar la inteligencia de la ciudadanía.
Jacqueline Dussaillant Christie
Doctora en Historia, investigadora Faro UDD