Los bochornosos hechos que determinaron —de manera correcta— la suspensión del partido entre Huachipato y Colo Colo por la Supercopa, y que incluyeron el intento de destrucción del Memorial de los Derechos Humanos en la galería norte del Estadio Nacional, deben ser, por fin y de una buena vez, el punto de inflexión para el inicio serio en la lucha contra la violencia en los estadios.
Es cierto. La proliferación de acciones vandálicas protagonizadas por un lumpen acotado, pero con poder de armas, no tiene como espacio de acción solo el fútbol. Hay muchos estudios, papers, documentos y tesis de título que focalizan el problema en la falta de oportunidades y carencias de un gran sector de la población, lo que explicaría que un grupo de ellos, casi como forma de lucha contra el sistema, haya encontrado en los partidos de fútbol el escenario ideal para manifestarse e intentar romper —literalmente— el orden social establecido.
Analizar eso es, sin duda, tarea de sociólogos y expertos.
Pero hay algo más urgente: que el fútbol comience a buscar las herramientas para erradicar un mal que lo está consumiendo y que lo aniquilará por completo si no se hace algo profundo.
La pregunta sobre si es posible erradicar la violencia en el fútbol es afirmativa, aunque con una condición: que exista la real voluntad de los actores del espectáculo, es decir, de los tres poderes del Estado, de la autoridad policial, de la dirigencia del fútbol en su totalidad y del sector privado que también tiene participación importante en el negocio.
Ese es el punto de partida; como lo fue en Inglaterra cuando la violencia de los temibles “hooligans” terminó de ser erradicada a partir del llamado Informe Taylor, que fue el conjunto de medidas tomadas por el gobierno tras los violentos hechos ocurridos en el partido entre Liverpool y Nottingham Forest, en 1989, y que dejó un saldo de 96 muertos (la “Tragedia de Hillsborough”).
¿Qué pasó a partir de ese momento?
Todos los estamentos se involucraron.
Vamos viendo.
El gobierno sancionó con cárcel no solo la violencia en los estadios, sino que también la que se producía en los entornos (bares) o a quienes facilitaran el transporte de los hooligans (buses, trenes y aviones). Además, creó una fuerza de élite especialista en acciones masivas que logró retirar a las fuerzas policiales de los estadios.
Todo esto contó con la ayuda parlamentaria que hizo leyes ad hoc y con jueces que no tuvieron problema en aplicarlas. Sin excepciones.
La policía infiltró las barras violentas y actuó —bajo el amparo de la ley— con la fuerza disuasiva necesaria para controlar desmanes.
Los clubes, bajo el amparo de la FA, unificaron sus sistemas de seguridad, invirtieron en cámaras y elementos tecnológicos, realizando acuerdos con sus socios de las empresas privadas (como la televisión) para obtener los recursos, haciéndoles ver lo importante que era cuidar y potenciar el “producto”.
Claro, esto no se logró de un día para otro. Solo 20 años después se comenzaron a ver los efectos. Pero la voluntad fue vital.
Y acá hace rato que ella no existe.