En el contexto de los actuales días aciagos para la región de Valparaíso, la siguiente afirmación de Joaquín Edwards Bello podría sonar algo frívola. Pero fue dramática y certera. Lo que hace un siglo dijo el magnífico cronista fue que la canción nacional de Valparaíso era la sirena de bomberos, algo que ahora vale también para Viña del Mar, Quilpué y Villa Alemana, y, hace unas cuantas semanas, para un sector de Limache.
El domingo 4 de febrero debía correrse el Derby, que el Valparaíso Sporting Club, atinadamente, suspendió hasta nueva fecha. Crucé esa mañana el recinto del Sporting en medio de la tregua que dieron los incendios gracias a la ahora bendita vaguada costera, y vi un buen número de carros de bomberos estacionados en el hipódromo, con sus ocupantes en transitorio plan de descanso. Una imagen que me devolvió el alma al cuerpo, porque daba cuenta de un descenso en los focos de fuego que habían estado muy activos los dos días previos.
Un buen número de los carros allí detenidos eran de ciudades distintas de Viña del Mar y producía emoción comprobar la solidaridad, en este caso la solidaridad intercomunal de los voluntarios. Esa solidaridad que nuestras catástrofes más visibles despiertan en la mayor parte de la población y que uno querría más permanente y no acicateada solo por el horror que producen las imágenes de televisión cada vez que muestran la densidad poblacional y el hacinamiento en que viven muchas personas y sus familias.
Algo así pasó también con la pandemia, cuyo carácter democrático fue proclamado en todo el mundo solo porque cualquiera podía contagiarse, aunque fue un hecho que afectó con mucho mayor impacto a los sectores desprotegidos y más vulnerables de la sociedad.
“Nada nuevo bajo el sol”, podríamos repetir desde nuestra habitual falta de sensibilidad, encogiéndonos simplemente de hombros, pero ya va siendo hora de que entendamos que no es necesario ser marxista para reconocer los graves y persistentes efectos que prolongadas malas condiciones materiales de existencia tienen en las personas y familias que las padecen. “Siempre habrá pobres sobre la tierra”, certificó un libro del Antiguo Testamento, pero agregando esto otro: “Por eso abrirás tu mano al pobre y necesitado de tu tierra”.
En la última versión de Puerto de Ideas en Valparaíso hubo un diálogo sobre “Valparaíso y el fuego”. Participaron Pablo Aravena, Marcela Hurtado y Alberto Texido, y fue uno de los mejores que hemos tenido en el marco de ese festival. En años anteriores el diálogo fue sobre “Valparaíso y el agua”, “Valparaíso y las escaleras”, y “Valparaíso y la pobreza”.
En la versión de este 2024 se tratará sobre “Valparaíso y el viento” —otro de sus elementos característicos—, ese viento que tanto propaga los incendios como eleva los volantines e hincha las velas de algunas embarcaciones que se desplazan airosamente por la bahía. En el caso de “Valparaíso y el fuego” y de “Valparaíso y la pobreza” no se trató de romantizar esos males, sino de analizarlos y de ponerles cara de la mano de expertos en las materias.
Después de los nuevos incendios, no nos queda más que continuar haciendo lo que siempre hacemos en la región: mirar hacia el horizonte, o sea, al frente y a lo lejos, y no dejarnos abatir por las calamidades que nos ocurren. Pero para sostener esa mirada con alguna esperanza es necesario que el gobierno central del país se muestre eficiente en el cumplimiento de los compromisos que ha adquirido con la región a raíz de los incendios. Del mismo modo, se requiere de la solidaridad de los habitantes de la propia región y de esos “hijos dispersos” de Valparaíso, como los llamó Edwards Bello, y que en algún momento dejaron la ciudad y están repartidos por todo Chile y el mundo.
“El puerto llama a sus hijos dispersos”, fue el título de la columna en que ese autor hizo su llamado, y fue publicada el 19 de marzo de 1929.
Agustín Squella