Muertos, muchos muertos por los incendios en la Región de Valparaíso, junto a una enorme destrucción y a una angustiante incertidumbre. Detrás, causando todo este drama, se sospecha que hay manos criminales, mentes criminales.
Muertos, cada día más muertos en la Región Metropolitana a causa de la expansión de la violencia narco. Detrás, quizás cuántas redes criminales.
Muertos, cada tanto, muertos, en la macrozona sur, y fuego, mucho fuego destructor. Detrás, organizaciones criminales de indigenismo radical o de narcoterrorismo.
Muertos, decenas de muertos, en los capturados y destruidos centros de nuestras ciudades, en octubre y noviembre de 2019. Detrás, ufff, aún no lo sabemos exactamente, pero al menos hubo siete “kabezas” criminales, nos ha dicho Iván Poduje.
“¿De dónde ha salido todo este horror? ¿En qué momento se metió en el corazón humano toda esta maldad?”, se preguntaban los protagonistas de La Delgada Línea Roja, ante el espanto de un combate cuerpo a cuerpo.
Lo que ahora contemplamos son los resultados —el eslabón final de la cadena, ojalá sea el último—, por lo que, si no nos remontamos al inicio, al origen de esta maldad que se ha metido en el corazón humano, nada podremos remediar.
La evidencia nos habla de jóvenes violentos, de jóvenes criminales. El primer eslabón de la desastrosa cadena de sus vidas actuales ha sido, para muchos de ellos, la no existencia de una familia o la destrucción de la unión de sus padres. Se argumentó tanto, tanto, contra la legislación divorcista, pero una y mil veces se retrucó que había que custodiar los derechos de los adultos a rehacer sus vidas y que los niños no se verían afectados. Así se desvalorizó el matrimonio —¿pesa hoy más que un paquete de cabritas?— y se dejó, en los estratos más pobres de la sociedad chilena, en la absoluta indefensión a cientos de miles de nacidos fuera del matrimonio o abandonados por padres divorciados.
Pero eso es solo el comienzo, porque ese niño desamparado muchas veces se encuentra con un segundo eslabón de esta cadena del mal, al integrarse a ambientes educacionales de los que ha ido desapareciendo el principio de autoridad y todo sentido de la exigencia. Justo ahí, cuando ya en su vida son muchas más las carencias que los logros, aparecen las ofertas que llenan de “sentido” la adolescencia.
Una sugiere el consumo y el delito, con el que se ofrecen dimensiones de aventura destinadas a cambiar vidas chatas y miserables, junto con el dinero que abrirá —le dicen al adolescente— posibilidades infinitas. Se ha configurado el joven narco. La otra incentiva la rebeldía completa frente a un orden presentado como frustrante y explotador; unas pocas y pobres formulaciones teóricas animan al adolescente para que asuma la violencia como la única fuerza liberadora, una violencia siempre insuficiente. Se ha configurado el joven anarquista, en el sentido más general de la palabra.
El tercer eslabón es la integración de esos niños y adolescentes en las organizaciones criminales. Las hay simplemente delictuales; las hay que mezclan delito común y aditivos ideológicos; las hay puramente infestadas de mesianismo político. En todas, eso sí, ya no son niños ni adolescentes los conductores; en todas hay adultos que han sobrevivido al descarte que las mismas bandas y grupos practican en su interior; son obviamente adultos quienes comandan la actuación visible de sus organizaciones y quienes dan las órdenes: quemar, matar, destruir.
¿Se saca algo tratando de destruir este tercer eslabón de la cadena del mal? Sí, pero poco.
Es atrás, allá donde existió en Chile la familia, donde hay que poner todos los esfuerzos. Quizás en 30 años más se pueda cantar victoria. Antes no.