Este domingo, la liturgia nos regala un Evangelio sobre la vida cotidiana de Jesús. La semana pasada lo vimos expulsar demonios y hoy lo vemos sanar a la suegra de Pedro. Es que toda la vida de Jesús, desde lo más habitual, es extraordinario.
El relato nos lleva a Cafarnaúm, a la casa de Pedro, donde va a vivir Jesús desde ahora. Aquí sanará a la suegra de este, aquejada de una fiebre. La narración termina contando que al divulgarse lo sucedido, comenzaron a llegar enfermos y endemoniados de todas partes y Jesús los sanaba.
Seguro que nosotros mismos muchas veces hemos recurrido al Señor para que sane a nuestros enfermos o nos ayude en nuestras aflicciones. Esto es propio de la oración cristiana, pues al comprender nuestra relación de amor con Dios, recurrimos a Él para compartirle lo que nos preocupa y nos aflige. Pero también nos pasa que ponemos toda nuestra esperanza en que el Señor nos escuche, cumpla todo lo que le pedimos y nos dé lo que necesitamos. Estoy seguro que esto lo hacemos con la mejor intención y con una profunda fe. Pero también estoy seguro que muchas veces experimentamos que nada de lo que le hemos encomendado se cumple y no sabemos si es porque el Señor no nos escucha, o tal vez porque se lo pedimos mal, o incluso llegamos a pensar que Dios está poniendo a prueba nuestra fe para ver cuánto somos capaces de soportar. Y, reconozcámoslo: nos da un poco de envidia Pedro, u otros a quienes el Señor sí parece escuchar.
Nosotros pedimos en la oración, pues el mismo Señor nos ha invitado a hacerlo: “pidan y se les dará” o “el Padre que está en el cielo dará cosas buenas a los que le pidan”… De ahí nuestra confianza en la oración de petición. Pero si lo que pedimos no se cumple, ¿a qué se refiere entonces? Si Dios es todopoderoso, no entendemos por qué no interviene en favor nuestro cuando se lo pedimos. Entonces pensamos en un Dios que tiene sus favoritos, que premia a unos y castiga a otros, que actúa de forma aleatoria, o que simplemente a veces nos envía el mal, o al menos lo permite… En fin, proyectamos en Él muchas cosas que son propias de nuestra condición humana limitada. Pero Dios es Dios y no actúa como nosotros. Él nos ama de forma incondicional —no por lo que hacemos o pensamos— porque somos sus hijos.
Y hay más: Él no está para hacer lo que nosotros le pedimos. Esto no significa que el Señor no escuche nuestra oración, que Él no pueda actuar, o que esta no tenga sentido. Pero la oración no consiste en darle instrucciones a Dios de lo que tiene que hacer, o insistirle hasta cansarlo, como si de otra forma no nos escuchara. La oración es un tratar de amistad, como dice Santa Teresa de Jesús, es un tratar de amor. Quienes se aman se comparten todo —lo que les agrada, lo que les entristece, lo que les preocupa— sin esperar que el otro les solucione la vida, sino que solo por compartir lo que cada uno es y lo que tiene en el corazón.
En la oración aprendemos a entrar en sintonía con Dios, en sintonía con su forma de mirar la vida, con su forma de mirarnos a nosotros, con su forma de amarnos. Entonces empieza a cambiar nuestra propia forma de entender lo que nos sucede, de relacionarnos con los demás, de asumir la enfermedad, e incluso la misma muerte. Se trata de empezar a mirarlo todo como Dios lo ve. No es Dios el que tiene que cambiar con mi oración, sino que soy yo el que va cambiando, me voy asemejando a Él, me voy divinizando, como dirán los Padres Orientales, me voy santificando como decimos nosotros.
La oración entendida así está llena de sentido, pues experimentamos que Dios va interviniendo en nuestra vida transformándola. Y le podemos pedir, por supuesto. Esto es esencial en la oración, porque además sabemos que Él puede intervenir de forma milagrosa, como en Cafarnaúm. Pero también sabemos que la vida cristiana y el sentido de la fe no es que no nos enfermemos o no muramos. La vida cristiana es el don de vivir la vida de forma plena, de vivir de verdad. Y eso es lo que el Señor va haciendo en nosotros. Este es el verdadero y el más grande de los milagros.