Recuerdo cuando en el Patio de los Naranjos, en La Moneda, se conversaba de literatura, sociedad, filosofía, durante horas: ahí estaban Mario Vargas Llosa, José Saramago, Carlos Fuentes y tantos otros, en las llamadas “Conferencias presidenciales de humanidades” que organizaba el gobierno de Lagos. Y en primera fila, el Presidente de la República, escuchando con atención y genuino interés, dándose el tiempo para estar ahí en medio de su exigente agenda. Se había decidido traer la más alta reflexión y pensamiento al corazón del poder. Tuve el privilegio de ser el entrevistador de algunos de esos memorables encuentros. Eso era también hacer política, pero en el sentido más alto del término, y Lagos lo tenía claro: él no fue nunca un politiquero vacío de ideas de esos que hoy abundan, un tuitero frívolo que solo le habla a su galería. Para él, la reflexión y lo intelectual eran una necesidad, no un adorno, consciente de que la política sin espíritu degrada rápidamente en farándula. Farándula que ha hecho un daño enorme a la República y es, en parte, la causa del marasmo en que estamos.
Lagos, mientras ejerció el poder, nunca dejó de pensar y crear espacios para que se siguiera pensando: eso permitió que siempre levantara su mirada y no quedara atrapado y prisionero del presente y sus engaños. Su retiro de la vida pública hace más patente el vacío, el “hoyo negro” de la política chilena de hoy.
La sensación de orfandad de los chilenos hoy es total: no se avizoran liderazgos nuevos de la consistencia y espesor de Lagos, y la izquierda y centroizquierda (sector al cual pertenece Lagos) están totalmente extraviadas, sin ideas ni propuestas que permitan retomar la senda de crecimiento económico, social y cultural (de la que Lagos fue uno de los artífices), abandonada por un conjunto de consignas vacías, diagnósticos errados, ideologismos y sectarismo. Todo lo contrario de lo que encarnó Lagos: un reformismo sin complejos y con resultados (ahí están los millones que salieron de la línea de la pobreza en los tan denostados treinta años). Pero la moda decía que había que “matar al padre”. Y así lo hicieron: todo el país recuerda cómo Lagos fue sacrificado brutalmente como candidato al interior del Partido Socialista para optar por otro precandidato presidencial que marcaba más en las encuestas y que resultó ser finalmente nada. El temor de los mediocres a la grandeza. En ese acto de sacrificio ominoso se puede ver la fotografía del alma de una izquierda perdida y oportunista que solo ha traído decepciones al país y al pueblo. Muchos de los que participaron de ese acto sacrificial y de traición ahora se apuran para rendirle homenaje al gran estadista que la izquierda se farreó. Y se suman, sin pudor alguno, a este homenaje un poco hipócrita algunos jóvenes del Frente Amplio que convirtieron en un momento a Lagos en el chivo expiatorio de todos los males. Pero no importa, todos ellos pasarán, mientras que la figura de Lagos crecerá cada vez más con el tiempo, como el ejemplo de lo que debe ser un político: un servidor del país y no solo de su tribu.
El Patio de los Naranjos está hoy vacío. El pensamiento ya no camina por ahí: el discurso cantinflero de voceras y voceros ha reemplazado la voz serena, reflexiva y no vociferante del estadista. Y ello es dramático: como nunca, hace falta un Lagos para enfrentar los peligrosos asedios que hoy tienen en jaque al Estado. Hoy comenzará a crecer la nostalgia de Lagos: el país, huérfano de liderazgos consistentes y serios, está hoy a merced de fuerzas oscuras que avanzan. Solo queda creerle al mismo Lagos —lo mejor de la política que ya fue—, quien, en su discurso de despedida de la vida pública, dijo que “lo mejor está por venir”. Eso debe ofrecerle un Presidente a su pueblo: un horizonte de esperanza cierto. Habrá que trabajar muy duro por esa esperanza, pero no contra Lagos (como lo hizo una generación de jóvenes iluminados), sino desde Lagos.