En muchas instituciones y comunidades observamos problemas serios de liderazgo y autoridad. A los profesores se les hace muy difícil el control de los estudiantes en la sala de clases. Los papás o mamás no encuentran muchos argumentos para que sus hijos vayan a la escuela: la cantidad de niños que no van solo crece. A los carabineros se les hace cada vez más difícil controlar el orden y la seguridad en amplios sectores de nuestro país. Qué decir de los sacerdotes. Los políticos tampoco tienen mucho ascendiente sobre sus representados, y los escándalos de lado y lado poco contribuyen a promover liderazgos convocantes. “¡Contra toda autoridad, menos la de mi mamá!”, rezaba un rayado en una calle de Santiago hace algún tiempo.
En el texto del evangelio según san Marcos que proclamamos hoy se ve a Jesús que enseña con autoridad y que, al menos los espíritus impuros que atormentaban a un hombre que le fue presentado, le obedecen. Su liderazgo brota de la compasión, de poner al ser humano al centro de su preocupación, y mostrar el rostro de un Dios misericordioso, lleno de ternura, pero no por eso pusilánime: es capaz de increpar con fuerza y determinación para sanar.
En el campo de la política, el panorama no es muy auspicioso. Tal vez como este año es uno de elecciones, la conformación de pactos pueda permitir alcanzar acuerdos y aglutinar fuerzas. La polarización y el populismo van de la mano; para promover el bien común y el cuidado particular de quienes entre nosotros son más vulnerables, urge bajar las barreras ideológicas y considerar tanto la evidencia disponible como el sentir mayoritario.
En la Iglesia Católica ha habido una positiva renovación del liderazgo con la llegada de Fernando Chomali al Arzobispado de Santiago. Está por verse si logra convocar a quienes están más distanciados de la Iglesia. Con conciencia de que no basta una sola persona para hacer transformaciones robustas y sistémicas, que ayuden a renovar confianzas y restaurar el tejido eclesial tan debilitado, los católicos al menos debemos poner de nuestra parte para sumarnos a sus esfuerzos.
Conversando con algunas parejas que se disponen a celebrar su matrimonio, constato que el tiempo de preparación —en “las charlas matrimoniales”— ha sido ocasión de volver a acercarse a la parroquia cercana y redescubrir la riqueza de la fe vivida en comunidad. Debido a la pandemia, pero, sobre todo, a la crisis por abusos de sacerdotes y por cierto a la secularización tan propia de la modernidad, la estampida entre los jóvenes ha sido brutal. Aun cuando en tantos cunda el indiferentismo, muchos siguen creyendo, pero sin pertenecer a una comunidad, y menos participar. Inevitablemente eso provoca que la fe se debilite, y que su transmisión a la siguiente generación se vea interrumpida. ¿Estaremos a tiempo de hacer algo?
La semana pasada celebramos un aniversario más del nacimiento de San Alberto Hurtado: en la primera mitad del siglo 20, su liderazgo y autoridad brotaban de una mística social robusta. En las distintas etapas de su vida se mantuvo con los sentidos abiertos a las necesidades de quienes vivían a su alrededor, y el procurar aliviarlas le hizo cambiar de rumbo varias veces. Pidamos el regalo de renovar también nuestra mirada para que surjan entre nosotros quienes nos lideren en adelante. Lo necesitamos.