Cuarenta y cinco asesinatos en cincuenta días, esa es la cifra que dio a conocer el gobernador de la Región Metropolitana. ¿Qué decir frente a eso?
Hay, desde luego, quien dirá que el asunto no es tan grave, puesto que, incluso con cuarenta y cinco asesinados a cuestas, Chile sigue siendo un país seguro. Y se aseverará entonces que la disminución de la seguridad es cuestión de percepción subjetiva. Por supuesto que es de percepción subjetiva, ¿y qué cosa humana no lo es? Todo lo humano pasa por el tamiz de la subjetividad, de manera que, salvo las alucinaciones y las fantasías, el resto de las experiencias subjetivas, el temor a la criminalidad entre ellas, son muy relevantes y reales. Hay, pues, que descartar ese tipo de afirmaciones que, mostrando datos de aquí y de allá, intentan sugerir, a pretexto de la racionalidad, que el asunto no es para tanto.
Amartya Sen mostró en algunos de sus trabajos que el individuo humano solo puede aspirar a la objetividad posicional, es decir, a emitir afirmaciones cuya objetividad depende de la posición desde la que se profieren. Así entonces, quizá valga la pena hacer el esfuerzo de situarse en la posición de los habitantes de los barrios de Santiago para advertir la gravedad de lo que está ocurriendo, antes de salir con eso de las percepciones subjetivas (¡como si alguna no lo fuera!).
Tampoco vale decir que el fenómeno se originó mucho antes del actual gobierno, durante la administración de Piñera, cuando este prometía que a los delincuentes se les acabaría la fiesta y cosas semejantes. Y eso no vale como argumento ni como defensa, ni morigera un ápice la responsabilidad del actual gobierno, puesto que quien hoy tiene a su cargo al Estado es quien debe resolver lo que en los barrios se está padeciendo.
En esto hay que dejar de jugar mañosamente con dos sentidos de la palabra responsabilidad (tiene muchos más, pero estos dos son fundamentales): una cosa es ser responsable en el sentido de que los propios actos contribuyeron a un cierto resultado; otra cosa es ser responsable en el sentido de los deberes que le corresponden a alguien debido al rol que se desempeña. El padre puede ser responsable de la mala conducta del hijo (responsabilidad en el primer sentido); pero eso no exonera al profesor del deber de corregirlo (responsabilidad en el segundo sentido).
Es probable, o al menos puede admitirse para efectos de la argumentación, que el gobierno de Piñera haya contribuido con su omisión o su torpeza a que la criminalidad empeorara y sea responsable en el primer sentido. Pero ello no quita que sea el actual gobierno el que debe resolver el problema, es decir, es el actual gobierno el responsable en el segundo sentido.
La pregunta que sigue es bastante obvia: ¿está el Gobierno haciendo lo que es su deber hacer para controlar la delincuencia?
Suele decirse (citando un famoso planteamiento de Gary Becker) que el crimen se incrementa cuando el coste de cometerlo disminuye. Y como el coste se compone de la pena y la probabilidad de que ella sea aplicada (una pena alta de muy baja probabilidad en realidad no es una pena), el resultado es que no se saca nada con tener penas altas si la policía es incompetente o los fiscales torpes o los jueces compasivos e indulgentes o la autoridad torpe o cantinflesca y elude los problemas con generalidades.
Y es probable que ese esquema analítico sea correcto.
Pero hay otra cosa en la que vale la pena detenerse y que la dijo no un economista, sino un filósofo.
Aristóteles enseña que las virtudes grandes, las que son motivo de encomio y de alabanza, se aprenden ejercitando las virtudes más pequeñas. Por decirlo así, se aprende a respetar al otro, comenzando por aprender a saludarle. Y se aprende a respetar la ley cuando las incivilidades, las pequeñas transgresiones, se impiden o se castigan o al menos dan origen a una reprimenda de la autoridad o una censura de parte de los ciudadanos. Pero hoy basta andar por el centro de Santiago o visitar una feria en los barrios, o andar en metro, para advertir que el consejo aristotélico se ha olvidado del todo y que en los espacios públicos (mientras no se intente matar a otro, porque esto al menos por ahora se hace intentando ocultarse) se puede hacer cualquier cosa a vista y paciencia de cualquiera, pintarrajear paredes, arrojar basura, vender esto o aquello, ocupar un barrio y extorsionar, miccionar en la vía pública, dormir aquí o allá, meter ruido intolerable, amenazar, arrendar porciones de la calle, cocinar, vender comida de dudoso origen, etcétera.
Y todo eso a la gente sencilla, al ciudadano común y corriente, le causa una sensación de inseguridad (esta no es otra cosa que la experiencia del desorden, de no saber a qué atenerse) cuya próxima estación es el miedo que, de todas las emociones humanas, es quizá la más poderosa. El miedo, más incluso que el alcohol o las drogas, entontece y paraliza, y tarde o temprano hace a la gente sumisa y para acabar con él se dispone a consentir cualquier cosa, desde sacrificar las libertades hasta, a la hora de las elecciones, elevar a un matón a la jefatura del Estado.
También incrementan el miedo del ciudadano y envalentonan a quien no respeta la ley no solo los crímenes impunes, sino también ver que la autoridad, fuera de frases altisonantes y explicaciones cantinflescas, no hace nada por mostrar con actos, siquiera a propósito de las incivilidades, que las reglas importan y que no está dispuesta a permitir que se quebranten a vista y paciencia de todos.
Carlos Peña