La chatura de nuestra esfera pública se explica a partir de un déficit de nuestra educación. Creo que lo que más falla es la cosmovisión de fondo, los fundamentos del educar, la noción del educar y su sentido.
Toda la filosofía educacional de Gabriela Mistral gira en torno a la idea vivida en carne propia de que la educación es una tarea de amor que busca ayudar y conducir al niño o niña en el desarrollo de sus potencialidades. El buen maestro, dice, “aguijonea al niño, lo estimula y, finalmente, lo echa de bruces a la creación” a través de ejercicios que provoquen “un lanzamiento de la imaginación infantil tan eficaz como el de la piedra y la flecha”. Hay que afirmar la personalidad del niño, que conozca sus propias capacidades, que se atreva a dejar su impronta en todo lo que emprenda. En cambio, cuando el entorno es hostil, cuando el terreno es infértil, entonces esas potencialidades se frustran. “Todos sabemos —nos dice— que las facultades que traemos al nacer van declinando de más en más si ellas no son alimentadas por maestros y familia”, y añade: “el alumno vive repitiendo, por falta de coraje para crear, lo mismo que el peatón camina con paso corto, y no quiere correr por ‘respeto humano'”
“Toda nuestra primera infancia nos aparece dotada de imaginación, pero son muchos los padres y los maestros que la desdeñan torpemente y hasta la combaten”. El resultado de ese descuido: “político mediocre, educador mediocre, médico mediocre, artesano mediocre, esas son nuestras verdaderas calamidades”, sentencia Gabriela Mistral. Sería bueno reflexionar acerca de la educación para la imaginación según la entiende la poeta, la capacidad de generar imágenes de cosas ausentes o incluso inexistentes.
El maestro, en esta visión que encontramos también en Antoine de Saint-Exupéry (“las vocaciones ayudan al hombre a liberarse, pero es igualmente necesario liberar las vocaciones”) o en Hans Georg Gadamer, parte de la base del autodidactismo, donde se atribuye al profesor la tarea de estimular y conducir el proceso de aprendizaje que está ocurriendo y ocurre a cada momento, intervenga o no un docente. En esa necesaria y temeraria intervención es preciso escuchar a cada estudiante en su singularidad y nunca olvidar que no es un mero recipiente que rellenar con ciertos conocimientos y habilidades. Al revés, es preciso considerar que los alumnos ya llegan a la escuela con un acervo propio y con un núcleo que desarrollar en el que la imaginación es extraordinariamente rica y central. Y la imaginación, a la par y en sociedad con la memoria, son claves en el relato que construimos de nuestro yo, es decir, son claves en nuestra salud mental y moral.