La ciudadanía es hostil a la política. Al 63% de la población en Chile no le interesa (CEP 2022), mientras que solo el 18% confía en el Gobierno, el 8% en el Congreso y el 3% en los partidos (CEP 2023). El 69% cree que la situación política es mala y las percepciones de corrupción extendida son altísimas: 68% para el Congreso, 65% para el Gobierno y 57% para las municipalidades (CEP 2023). Ello trasciende las fronteras. Un estudio de Ipsos de 2021 revela que, en una muestra de 25 países, el 70% cree que la principal división de nuestra sociedad es aquella entre los ciudadanos de a pie y las élites políticas y económicas, a la vez que el 81% afirma que los políticos siempre acaban por encontrar la forma de proteger sus privilegios —para Chile estos números son 84 y 91%, respectivamente.
Así las cosas, los políticos (y aspirantes a políticos), atentos a dónde están los votos, han hecho carrera contra los políticos e, incluso, contra la propia política. Se observa desde Argentina (con Milei) a Estados Unidos y Holanda (con Trump y Wilders), y de izquierda a derecha (Iglesias en España y Bolsonaro en Brasil), pasando por otros difíciles de clasificar (como Grillo en Italia).
¿Cómo fue que el oficio de dedicar la vida a los asuntos comunes pasó a evocar, mayormente, ideas como corrupción y mentira? Truffelli y Zambernardi (2021) indagan en las raíces intelectuales de la antipolítica, un fenómeno que, argumentan, es propio de la modernidad. Su análisis se remonta a los orígenes del contractualismo: en el siglo XVII, Thomas Hobbes, buscando la justificación del poder político, introdujo la contraposición entre un “estado de naturaleza”, anterior al poder político, y la “sociedad política o civil”, que surgiría de un acuerdo entre los individuos para mejorar su forma de vida —el llamado contrato social—. Que la política surja de un acuerdo, plantean los autores, abre espacio para entenderla como una mera convención, una construcción humana artificial; algo ajeno a nuestra naturaleza y que, así como fue creado, podría desmontarse.
Fundar el poder político en la voluntad humana, creo, tiene su encanto. Por de pronto, apelar a la racionalidad (de que habría sido conveniente firmar ese contrato hipotético) es una forma sofisticada de justificar la obligación de cumplir la ley. Pero la concepción de la política como artificio puede también desafiar a la autoridad política.
Ya entrado el siglo XX —siguen Truffelli y Zambernardi—, Max Weber famosamente estableció tres fuentes de legitimidad del poder político: la tradición (la autoridad del eterno ayer), el carisma (la de la gracia personal y extraordinaria) y aquella basada en la legalidad de las reglas y la competencia. Pero, paradójicamente, las fuentes con que Weber legitimaba el poder acabaron por usarse para negar la necesidad de la política. La tradición derivó en la posibilidad de una sociedad que puede gobernarse a sí misma, sin gobierno; el carisma, en una política personalista, sin instituciones; y la competencia, en la ilusión del gobierno de la técnica. Son problemas que ocurren cuando la política se considera algo de lo cual nos podríamos deshacer, dicen los autores; son problemas modernos.