Los resultados de los liceos emblemáticos han sido objeto de reacciones muy contradictorias. Para muchos es la demostración de un fracaso rotundo de las políticas aplicadas. Para la izquierda, por el contrario, en concepto del propio ministro de Educación, esto es simplemente el reflejo de una mayor “democratización” del sistema educacional. Pero, en definitiva, este resultado es el fruto directo del objetivo igualitarista que ha imperado en la política educacional; y el hecho de que se valore en formas distintas no debería sorprender, porque es la consecuencia lógica de dos sentidos de la justicia radicalmente incompatibles: uno, que entiende por justicia a la igualdad absoluta; y otro, que piensa que las personas deben poder desarrollar la totalidad de sus talentos, así eso lleve a diferencias en los resultados.
La raíz de lo anterior es que los colegios dejaron de ser instituciones cuyo objetivo principal era la transmisión del conocimiento y el desarrollo de las capacidades cognitivas de los estudiantes, y comenzaron a ser considerados como instrumentos de ingeniería social: los currículos, los exámenes, las formas de selección y las medidas disciplinarias fueron revisados a la luz de su contribución al nuevo propósito educacional igualitarista.
Así, se puso fin a la valoración del mérito académico, el cual había sido reconocidamente el motor de la movilidad social, permitiendo el ingreso a posiciones de élite a personas de diversas situaciones económico-sociales. Eso, porque en la medida en que el mérito es la categoría principal en la asignación de las recompensas, las posiciones que las personas ocupan en la escala social tienden a ser más móviles.
Pues bien, esa es precisamente la razón por la cual el Partido Comunista, explícitamente, se opone con tanta fuerza a la idea de premiar el mérito. En primer lugar, porque en la medida en que los méritos son desiguales, es inevitable que las recompensas también lo sean y, por lo tanto, el sistema no garantiza la igualdad de logros. Es más, es una forma de desigualdad más peligrosa desde su perspectiva, porque permite el uso óptimo de los talentos existentes en la sociedad, y además, goza de una legitimidad moral superior, porque en todo el mundo las mayorías estiman que los resultados que son proporcionales al esfuerzo personal son los más justos. Sin embargo, lo fundamental es que termina con la división de clases tradicional y da lugar a categorías que, en forma explícita, a los comunistas y otros grupos afines, les resultan repugnantes como, por ejemplo, “emergentes”, “emprendedores”, “consumistas”, etc., porque “dificultan el trabajo del partido”. La movilidad significa que una persona puede ocupar en el transcurso de su vida posiciones que van desde la más modesta hasta las más exitosas, lo cual diluye la lucha de clases, que es medular en la filosofía marxista. Como constató M. Young, quien acuñó el concepto de meritocracia, “ella subvierte la solidaridad de clases”, pues no hay pertenencias estáticas ni códigos sociales y culturales compartidos a través de las generaciones.
Las consecuencias de obstaculizar el mérito son graves, porque el hecho de que exista diversidad y movilidad social a nivel de las élites no solo beneficia a quienes logran acceder a estas, sino que esos nuevos integrantes promueven una visión que beneficia a la sociedad en su conjunto. En cambio, una sociedad con una élite que se perpetúa a sí misma sin permitir el acceso de nuevos grupos sociales es más estéril, tiende a privilegiar sus propios y estrechos intereses y es muy distinta a otra que es fluida e integrada por una diversidad de personas provenientes de diversos grupos sociales, y a la cual pueden integrarse personas de los más distintos orígenes socioeconómicos sobre la base de su propio mérito.