No ha sido un buen inicio de año para los futboleros, para los que vivimos del placer de disfrutar el juego y no solamente de los eventuales momentos de alegría por el triunfo, que suelen ser efímeros.
No se cumplía la primera semana de enero cuando nos enteramos de la partida del brasileño Mario Lobo Zagallo, el más campeón de los campeones del mundo en su triple dimensión como jugador (1958 y 1962), entrenador (1970) y asistente técnico (1994).
El duelo no se había levantado cuando desde Alemania llegó la mala nueva de otra muerte que hiere el corazón: la de Franz Beckenbauer, el mejor jugador germano de todos los tiempos, también campeón mundial en dimensiones diferentes —como jugador en 1974 y comoDT en Italia 1990— y, con el permiso de otros futboleros, el mejor defensa de la historia.
Beckenbauer no fue solamente un gran zaguero. Fue un monstruo, un crack. De esos que no solamente se diferencia del resto por la cantidad de títulos, sino que también por la trascendencia que tuvo.
El Káiser modificó la forma de jugar de los defensores. Antes de que Beckenbauer pisara una cancha, los zagueros tenían una misión: evitar los goles.
Con ese único mandato, hubo jugadores de tono mayúsculo, quienes con características más de fiereza que de habilidad, destacaron y quedaron en los libros.
El Káiser, sin embargo, fue mucho más que un celoso guardián del rancho. Le regaló glamour, elegancia al puesto, y le dio un nuevo sentido a una posición que parecía no tener espacio para evolucionar.
Beckenbauer era líbero y cuando asumió esa posición la teoría técnica indicaba que su función era “un jugador libre de marcación específica encargado de vigilar a sus defensores, compensando o reparando errores”, puntualizaba el DT Helenio Herrera.
Con el alemán hubo una transformación del concepto porque utilizándolo a él como modelo y máximo exponente, el líbero agregó un carácter ofebsivo a su juego, y sobre todo lectura del juego. “Podría así hacer un pase directo decisivo desde atrás, o tomar la pelota, romper líneas y agregar así un atacante”, se empezó a decir de la función que cumplía Beckenbauer en Bayern Munich y en la selección germana.
Después de él venía el resto. Los que llegaron a emularlo no fueron muchos —Elías Figueroa, Daniel Passarella, Franco Baressi y Paolo Maldini son parte de ese grupo—, mientras la gran masa de defensores igualmente captó que para ser bueno de verdad había que acercarse a los conceptos establecidos por Beckenbauer.
El Káiser hizo escuela. Y dejó recuerdos eternos.
Como esa imagen jugando las semifinales de la Copa del Mundo 1970 contra Italia (en que los alemanes cayeron 4-3 en la prórroga) con el brazo en cabestrillo por una clavícula rota. O aquella del saludo con Johan Cruyff antes de inicio de la final del Mundial 1974, en el que ambos parecen dos gladiadores asumiendo el reto de matar o morir.
Se nos fue Beckenbauer. El mundo del fútbol lo llora. Y también lo revive. Porque en ese planeta, es inmortal.