Sé que me expongo a ser descalificada como otra representante más de la “derechita cobarde”, esa que no se siente la poseedora de una verdad última e incuestionable; esa que aún cree que la supervivencia de sus anhelos no puede ser a expensas de las aspiraciones legítimas de otros; esa que, por eso mismo, es vista desde la derecha dogmática (aquella que aplica a la política la lógica propia de las religiones) como blanda, sin principios sólidos y dispuesta a “transar lo intransable”.
Pues bien, en otra época para mí gloriosa, normalmente descrita como “esos 30 años”, cuando como país comenzamos a desechar la lógica y la retórica adversarial y entre todos, o casi todos, buscamos diseñar una forma de convivencia razonable; cuando decidimos que el país que nos vio nacer debía poder albergar en armonía a izquierdas y derechas y que nuestras diferencias debían ser resueltas por la razón y no por la fuerza, por la búsqueda de acuerdos, por el diálogo y la deliberación, ahí fue cuando fuimos un país funcional. Reconozco que la política de la enemistad, de amigos y enemigos irreconciliablemente confrontados, me es anímicamente insoportable e intelectualmente inaceptable.
En aquel momento de nuestra historia se gestó un consenso entre la gran mayoría de historiadores y politólogos, que señalaba que entre las causas decisivas del quiebre de nuestra democracia había que destacar en primer lugar el surgimiento de concepciones globalizantes e intransables y de proyectos totalizantes; la pérdida de los consensos mínimos y, como consecuencia de lo anterior, la promoción de la violencia, o al menos la aceptación de ella, como instrumento para lograr objetivos políticos. La pregunta es: ¿cuáles son los factores que subyacen a la odiosidad política actual, la cual, en último término, es profundamente iliberal?
El liberalismo se funda en una teoría del conocimiento que cuestiona la posibilidad de que en el campo de la política se puedan establecer verdades únicas como en las ciencias naturales, teniendo presente además que, incluso en este último campo, los conocimientos también son provisorios y susceptibles de ser falsificados. El pensamiento y las actitudes liberales reconocen la falibilidad, la ignorancia y la naturaleza esencialmente conjetural de nuestro conocimiento. Por eso, no cree en la posibilidad de construir un orden social perfecto y acepta que en el ámbito de la construcción política solo podemos incursionar, por medio del ensayo y el error, en la búsqueda de soluciones parciales y tentativas.
Es esta modestia intelectual, que acoge la duda y es suspicaz de las certezas extremas, lo que permite la empatía para ver en el otro un legítimo competidor y no un enemigo, y así acoger puntos de vista distintos, buscar acuerdos y así fraguar consensos básicos. En suma, vivir en una cultura democrática, tolerante y respetuosa de la diversidad y el pluralismo.
El clima de opinión cambió radicalmente cuando surgió una joven izquierda dogmática, constructivista y refundacional, que despreció los beneficios de la concordia cívica y de la negociación, que estuvo dispuesta a avalar la violencia o cerrar los ojos frente a ella, precisamente porque se sintió la poseedora no solo de una verdad única e irrevocable que solo los perversos no podían ver, sino también la depositaria de la virtud y la moral. Y como contrapartida a esto ha crecido una derecha, también incapaz de cuestionar sus postulados, que cree que se pueden fijar constitucionalmente y en forma inamovible políticas públicas opinables y descalifica a sus propios compañeros de ruta como traidores a esta verdad consagrada. En verdad, para volver a la civilidad que el país ha demostrado añorar necesitamos ser ecos de Aristóteles y aceptar que “el ignorante afirma, mientras que el sabio duda y reflexiona”.