Los escándalos económicos conocidos recientemente exigen una reflexión. El famoso audio —que compite palmo a palmo con la serie televisiva House of Cards— nos mostró cómo pueden convivir la trampa en los negocios y la corrupción en el sector público. En los últimos días, el megafraude tributario vuelve a poner en el tapete la existencia de maquinarias diseñadas exclusivamente para estafar.
Grosso modo, las reacciones a estos escándalos pueden calificarse en dos categorías. Algunos —disimulando una leve sonrisa— despotrican contra el “neoliberalismo” como el culpable de los males, lo que se corregiría con mayor regulación. Bajo esta lógica, la falta de virtud en el actuar privado se corregiría con una mayor acción estatal, como si los funcionarios públicos estuvieran exentos de pecado. Otros —con desazón— reclaman cómo la falta de integridad en los negocios y un actuar poco ético minan la legitimidad del capitalismo. Bajo esta lógica, la credibilidad de la actividad privada estaría basada en la virtud de sus miembros.
Ambos análisis cometen el mismo error. Son varias las actividades económicas que requieren algún tipo de regulación estatal —ya sea como consecuencia de externalidades o de asimetrías de información—, pero la justificación para la acción del Estado no está asentada en el virtuosismo de los empleados públicos, sino en las distorsiones del mercado. Algo parecido sucede con la actividad privada. Las virtudes del capitalismo no derivan de la acción de individuos santos o perfectos, sino de las bondades del intercambio libre entre las personas que premia el esfuerzo e incentiva la creatividad.
Obviamente, la honradez y la decencia son virtudes de la mayor importancia, tanto en actividades privadas como públicas. Pero la fortaleza del ordenamiento económico no puede depender de los valores de las personas, sino del diseño de reglas que desincentivan el actuar tramposo y aumentan la probabilidad de castigo. Siempre han existido personas tramposas y, desafortunadamente, seguirán existiendo. Si un empleado público tiene discreción para aprobar sin mayor contrapeso proyectos de inversión, o si el sector privado requiere de miles de papeleos para realizar su actividad, siempre habrá corrupción. Y si no hay castigo creíble por estafar a alguien, siempre habrá estafas.
Por ello, la acción del Estado no puede justificarse por la falta de virtud de quienes trabajan en el sector privado, así como tampoco la actividad privada se justifica a partir de una hipótesis de mayor honestidad respecto de los empleados públicos. El sistema económico será verdaderamente legítimo cuando sea robusto a la trampa, y no cuando desaparezcan los tramposos.