Me divirtió mucho la cantidad de figuras públicas, o que se sienten tales, y que, sin que nadie les preguntara, se encargaron de notificar públicamente al país, por los más distintos medios, cómo iban a votar en el reciente plebiscito, sin darse cuenta de que, sobre todo llegados a cierta edad, no se tiene la más mínima influencia en el voto de los demás.
Protagonismo, figuración, narcisismo o, cuando menos, una elevada autoestima: he ahí algunas explicaciones del hecho antes aludido. Desmesura también, e insuficiente sentido de la ubicación, y todo eso —según intuyo— como uno de los todavía no bien estudiados efectos de la pandemia. Me aterra el día en que se tenga seguridad acerca de cuáles han sido los efectos neurológicos del covid, tanto en quienes se contagiaron como no. De manera que, hasta donde se pueda, vamos a ser indulgentes con la legión de personas mayores que, sin ser requeridas para ello en alguna entrevista, se dejaron caer sobre los medios para anticipar su voto y creer que de ese modo iban a influir en el resultado del plebiscito.
Lo malo es que ahora están proliferando aquellos interesados en ser escuchados acerca de las interpretaciones del resultado del pasado domingo, y como no puedo negar que me encuentro entre ellos, voy a jugar mi carta en lo que queda de esta columna.
Fatiga constitucional —se dice—, en circunstancias de que algo así es bien difícil en un país en que la mayoría de sus habitantes ignora qué es una Constitución. Para más remate, la campaña previa al plebiscito, incluida la vergonzosa franja electoral, se encargó de profundizar esa ignorancia y de dejarnos a todos más en blanco que antes acerca de qué va una Constitución y por qué era o no conveniente reemplazar aquella que todavía nos rige. Fatiga, sí, pero no constitucional, sino debida a los muchos pesos que cayeron de pronto sobre el país: estallido social, pandemia, crisis económica, inmigración por momentos descontrolada, violencia en La Araucanía, crimen organizado al alza, narcotráfico campante, graves escándalos de corrupción, y sumemos dos guerras en curso con miles de muertos y millones de desplazados que no consiguen mover siquiera un músculo de la cara de los matones y terroristas involucrados. Ha sido mucho, y en corto tiempo, sin dar respiro, de manera que, más que fatigados, lo que estamos es superados, hartos y muy atemorizados.
Una de las falacias de la recién pasada campaña consistió en enrostrar al voto en contra que validaba la Constitución de 1980, omitiendo esta importante verdad: modificar esa Constitución en el futuro podrá hacerse solo por 4/7 de los parlamentarios en ejercicio y no por los 3/5 que establecía la propuesta recién votada. Todo un avance, por cierto, puesto que quedó ya atrás el más firme de los candados que tenía la Constitución del 80: 2/3 para su reforma. Y permítanme agregar que la rebaja del quorum para reformas futuras de la del 80, aprobado el año pasado, fue un virtuoso efecto colateral de la entonces Convención Constitucional.
Lo que vendrá ahora será una pausa constitucional que, igual que ocurrió con la siesta del mismo tipo desde 2005 a 2019, durará largo tiempo. Institucionalmente hablando, el nuestro no es un país pausado, sino uno que vive en pausa. En esa condición tenemos, hace décadas, una reforma previsional y otra en el sistema de salud. Tenemos también en pausa una reforma tributaria, y así nos estamos yendo, de pausa en pausa, sacándole a la jeringa esa parte del cuerpo que todos conocemos.
La palabra ahora más oída es “acuerdos”, pero cuando los conflictos son más de intereses materiales que de ideas —como en materia tributaria, previsional y de salud—, lo que se impone es un método más crudo y directo: “transacciones”.