El proceso constitucional ha concluido. Luego de la embriaguez con proyectos refundacionales del más diverso tenor, terminamos ante el dilema de respaldar la continuidad de una Constitución que mira con recelo al Estado, o cambiarla por otra más de derechas. Una cosa de grados, no de orientación. Optamos por lo primero.

¿Cabe interpretar esto como un fracaso, como un esfuerzo inútil, como una pérdida de tiempo, recursos y energías que condujo al país a la parálisis? Me resisto a esta lectura. Los procesos históricos hay que juzgarlos no en función de los deseos que no se alcanzaron, sino por las tragedias que se evitaron.

Ante el estallido social y su incontrolable violencia, las alternativas a la mano eran escasas. Una era dejar que cundiera el caos hasta obligar a la renuncia del Presidente de la República. Otra era una guerra civil abierta o encubierta, o un golpe de Estado rojo o blanco. Fueron caminos que estuvieron sobre la mesa. Las consecuencias habrían sido impredecibles. Finalmente fueron descartados por un valiente acuerdo entre los agentes políticos.

Desde entonces, por cierto, nada ha sido perfecto. La senda ha estado llena de baches y volteretas. Hemos oscilado entre la euforia y la frustración, la esperanza y el fatalismo.

Ahora volvimos al punto de partida, dicen algunos. No es verdad. Veníamos del vértigo de la violencia, y se ha repuesto la paz. Lo conseguimos apelando a la política, esa actividad que, como dijera Bruno Latour, tiene como fin “poner en marcha decisiones aceptadas por los mismos que reclamaban contra ellas”. El resultado del domingo no fue un fracaso de la política, como se ha dicho: fue su victoria.

Fueron largos cuatro años, pero la vida de cada uno, una, siguió su marcha, en lo bueno, lo malo y lo mediocre. Los problemas que no se resolvieron o se acentuaron no fue porque el país estaba inmovilizado en un curso de educación cívica: fueron otros los motivos. La deliberación alcanzó momentos de polarización y nos tiene cansados, es cierto, pero fue una experiencia que capitalizaremos en más obediencia a la Carta Fundamental que confirmamos el domingo.

Tampoco es cierto que salgamos más polarizados. El proceso partió con profundas divergencias por la grieta que destapó el estallido. La Convención fue prueba de ello. Con su fracaso, sin embargo, se fueron acercando posiciones y alcanzando convergencias. La mejor expresión fue el acuerdo de todo el arco político en torno a la propuesta de los expertos. Lastimosamente esta fue desestimada por las derechas en el Consejo, pero aun así todos los sectores fueron moderando sus posturas. La izquierda, a tirabuzones, hizo su autocrítica por la Convención, se allanó al consenso de los expertos y terminó respaldando la Constitución actual, contra la cual varias de sus corrientes habían constituido su identidad política. Lo que se rechazó el domingo, de otra parte, fue muy distinto a lo que querían y pensaban originalmente los republicanos. En lo sustantivo, el proceso constitucional sirvió, al menos, para desinfectar la herida que dejó el estallido.

En este lapso una nueva generación, con ideas y estilos diferentes al viejo establishment y una profunda sospecha hacia el mismo, se hizo cargo del gobierno. ¿Lo ha hecho bien o mal? Las respuestas varían, como en toda democracia, pero habrá coincidencia en dos cosas: que esta era una gran tarea pendiente, y que estos jóvenes han aprendido en el camino y no merecían ser humillados como algunos lo pretendieron. Si las generaciones anteriores hubiésemos tenido la capacidad de adaptación que ellos han mostrado, le habríamos ahorrado al país varias tragedias.

Al ver el camino recorrido y mirar el mundo que nos rodea, no cabe más que congratularnos. Salvadas la paz y la democracia, corresponde ahora que los actores políticos asuman la responsabilidad perentoria de alcanzar acuerdos en otras materias. Para ello deberán actuar como pidiera el filósofo judío Emmanuel Levinas: sin esperar reciprocidades, asumiendo esa “asimetría fundamental” que nos hace infinitamente más exigentes con nosotros mismos que con los demás.