Nunca he creído que la causa de todos los problemas de un país sean constitucionales o que el remedio para ellos sea la redacción de una nueva Carta. Más bien concuerdo con Vargas Llosa en que una característica del tercermundismo es precisamente “poner todo en cuestión y volver todo siempre a fojas cero”, lo cual puede ser una causa del subdesarrollo congénito de nuestro continente.
Sin embargo, la institucionalidad constitucional que el país adopte es muy relevante. Por eso —y por las diferentes consecuencias políticas de un triunfo o de una derrota del texto el próximo domingo— el resultado del plebiscito es de la máxima importancia.
Las consecuencias políticas son clarísimas. Si gana el rechazo ello significará un triunfo para el Gobierno que dará nuevos aires a su programa y reforzará las opciones presidenciales de la izquierda en una próxima elección. Mantendrá vivo el “momento constitucional”, porque lo más probable es que, en el corto plazo, Apruebo Dignidad estará convocando a un nuevo proceso para hacer realidad su sueño. Dicen que por “hoy” renuncian a un nuevo proceso y que aceptan la Constitución que execraron, la cual era la de Pinochet, pero ahora es la de Lagos; pero la palabra operativa es “hoy” y el “mañana” está a la vuelta de la esquina. Por eso es tan incomprensible la decisión de la extrema derecha de ser compañera de ruta con el PC y el Frente Amplio, sobre todo porque hay cálculos que indican que sin su voto en contra el texto sería ampliamente aprobado.
Otro problema serio, si se mantiene el statu quo, es que actualmente resulta muy fácil introducir reformas constitucionales sustantivas con un quorum relativamente bajo; y las leyes orgánicas constitucionales, que incluyen la reglamentación del Banco Central, las concesiones mineras, Carabineros, los estados de excepción y las fuerzas armadas, entre otras, pueden ser cambiadas por solo mayoría absoluta, creando un posible escenario de permanente incerteza institucional.
Estas consecuencias políticas predecibles son argumento suficiente para votar a favor. Sin embargo, más importante aún es que es una Constitución muchísimo mejor que la actual vigente. Entre otras cosas, porque la experiencia de los últimos años ha demostrado que el texto actual ha sido declarado muerto por moros y cristianos y que pocos lo respetan cabalmente; que llevó a un parlamentarismo de facto que usurpó las atribuciones presidenciales exclusivas en materia de gasto público, y que ha sido deslegitimada por su origen no democrático.
Más relevante aún, el texto propuesto ofrece una serie de nuevos derechos sin precedentes en nuestra historia constitucional. Entre ellos, una efectiva libertad de enseñanza, que permita la continuidad de una educación pública estatal, pero que también pueda ser ofrecida por colegios particulares subvencionados; garantiza la igualdad salarial entre hombres y mujeres; establece un plan universal de salud; crea la paridad de entrada para los cargos de elección popular, el reconocimiento de nuestra diversidad étnica y cultural y la posibilidad de una administradora estatal además de privadas para los ahorros previsionales y admite que las cotizaciones de los empleadores vayan a un fondo de reparto solidario. En suma, es un sistema que permite que en el país gobiernen tanto el socialismo democrático como la derecha.
Más importante, introduce reformas trascendentes a nuestro sistema político para evitar la ingobernabilidad que proviene del multipartidismo y la fragmentación, la polarización y el debilitamiento de los partidos políticos, sin los cuales la democracia no funciona. Finalmente, cabe esperar que al eliminar la incertidumbre, podamos retomar el crecimiento económico, sin el cual aumentará la pobreza y en la práctica no habrá derechos sociales viables.