La postura ante el plebiscito se asemeja al teatro del absurdo. En experiencia no extraña a las democracias, nos domina un estado de ánimo apático, el reverso de lo sucedido tras el estallido, cuando campeaba el paroxismo de esperanza salvífica que se ponía en un cambio constitucional. Vino el esperpento de la Convención, intento consciente o no por promover un virtual colapso del Estado y la nación chilena, todo por una autoidentificación con esto y aquello. Luego, entre el 2021 y el 2022, el delirio en gran medida se aplacó y entró al cuerpo del país un razonable temor por el futuro.
Se suponía que el cierre del experimento diletante pero mortífero de la Convención daría paso a una deliberación serena y sobria de una Carta que reflejara el consenso posible, inseparable de las trayectorias de las democracias modernas. Como sabemos, las cosas no fueron así. Sin embargo, es ir muy pero muy lejos de la verdad que el proyecto del Consejo Constitucional sea simétricamente la cara opuesta e igualmente peligrosa del texto clown de la Convención. Tiene problemas, ninguno imposible de subsanar, siendo difícil entender para qué se escribió un texto tan largo, tan latinoamericano, en el mal sentido de la palabra. Tiene muchas virtudes, sobre todo en la organización del sistema político, reflejo de un aprendizaje de experiencias. De triunfar el A favor —las tiene difícil— tendrá que haber un esfuerzo por hallar una mayoría sensata que en lo posible, con reformas constitucionales, aligere el texto.
El rechazo a la propuesta, el En contra, a estas alturas diluida toda fogosidad por la idea, no podría más que llevar a la continuidad del texto actual, se decía de los “cuatro generales”, el de 1980/2005, sometido desde 1989 a un proceso de reforma en varias etapas que lo transformó sustancialmente. Sin embargo, no logró zafarse de la mancha de ilegitimidad, más que nada por las condiciones en que primero se aprobó en 1980. Todo un enredo más o menos.
Los que proclaman el En contra provienen de un amplio elenco político que va desde la centroizquierda hasta los comunistas, pasando por la izquierda radical surgida el 2011 y, ante el clamor callado del desencanto, aseguran que finalizaría el proceso. Se entiende que quienes colaboraron en ajustar la Carta de 1980 y que con justicia podían defenderla, se deben sentir reivindicados frente a la cascada de críticas inmisericordes insinuando una traición a los ideales originales. Ahora pueden regresar por un tiempo al orden constitucional que en cierta medida ayudaron a desarrollar. Es el estado de ánimo que debe embargar a un Ricardo Lagos y a gente de su mundo.
¿Y a los demás? La defensa del texto de 1980/2005, prometiendo además un largo período de calma chicha en estos asuntos, solo puede ser recibida con el más hondo de los escepticismos. Es difícil que cuando las papas quemen de nuevo —siempre hay problemas que se agudizan—, los exjóvenes del 2011 se resistan a exhortar la abdicación o caída del gobierno de turno. Los comunistas, descendientes del Pacto Nazi-Soviético, y que prometen lealtad constitucional a la misma Carta que antes quemaban, dirán que la realidad es “dialéctica”, vieja artimaña verbal y, cual lo hizo Teillier al día siguiente del Estallido, demandarán la caída de ese futuro gobierno. No hay nada en su trayectoria que apunte a otra cosa como, al revés, lo es en una parte de la generación del 2011. Si el comunismo no es representativo del Chile actual, en momentos de trastorno una minoría organizada y disciplinada puede dirigir el pandero. Y tampoco nada nos muestra que hayan quemado lo que adoraron. Todo lo contrario.