La COP28 —orientada a coordinar acciones frente al cambio climático— no ha estado exenta de polémicas. La más obvia —pero no necesariamente la más sustantiva— es que su presidente haya sido el máximo ejecutivo de la compañía petrolera estatal de Abu Dabi. En su carta de invitación, hace unos meses, enfatizaba que la cumbre se enfocaría en el desarrollo de la tecnología, la inclusión, las comunidades y las finanzas. Lindas palabras, pero que esquivan la pregunta central: ¿cómo facilitar una transición desde los combustibles fósiles (como el petróleo) a energías renovables de manera sostenible y a un costo razonable?
La tarea se ha puesto cuesta arriba por una simple razón: requiere del concurso de diferentes países, y no existe manera de implementar un compromiso creíble entre ellos. Menos aún exigible. Las externalidades —mi decisión de emitir no se hace cargo de los efectos negativos sobre terceros— son normalmente enfrentadas con políticas públicas establecidas por un gobierno que hace cumplir las leyes. Entre gobiernos, la cosa cambia. ¿Quién podría exigirle a China que use menos carbón?
Esta dificultad ha llevado el debate hacia el financiamiento, bajo la premisa de que los reguladores pueden tener mayor espacio de coordinación incentivando el financiamiento de actividades verdes, en desmedro de las contaminantes. En esto, el presidente de la COP tiene razón: la discusión sobre finanzas es clave.
Pero ello topa con dos grandes barreras. La primera es que las actividades que más necesitan financiamiento pueden ser las más contaminantes. En otras palabras, el financiamiento más verde puede ser el que va dirigido a apoyar la reconversión de fuentes contaminantes. La visión voluntarista de las finanzas verdes de hacer la ley del hielo a los emisores puede terminar bloqueando la transición.
La segunda razón de por qué el camino de las finanzas es ripioso es que muchos inversionistas no están dispuestos a sacrificar rentabilidad para privilegiar ciertas actividades. Este debate es más amplio, toda vez que la agenda ESG no solo está orientada al cambio climático, sino también a temas comunitarios y de agendas de inclusión que no resultan atrayentes para muchos inversionistas. Dicho en simple, el uso de los principios ESG (Envinronmental, Social and Gobernance) para financiar la llamada agenda woke está siendo cada vez más disputado. De pasada, es posible que la transición energética pueda quedar dañada.
Dos conclusiones fluyen de estos debates. Para tener impacto, las agendas ambientales no deben enredarse con otros objetivos sociales, y la disputa por las finanzas debe ser pragmática en cuanto a ayudar a la transición en vez de castigar a quienes contaminan. Por ahora, la agenda verde debe madurar más.