Puede sonar algo siútico, pero la verdad es que tengo mi propia historia de amor con el periodismo. La cosa empezó temprano, durante la enseñanza media, cuando tuve un diario mural en el colegio. Fui censurado dos veces; la primera, por calificar como excelente “Rocco y sus hermanos”, de Luchino Visconti, que había sido rechazada por calificadores religiosos como película no apta para ninguna clase de público, y la segunda, por dedicar una edición completa del diario al triunfo en El Ensayo de la yegua “Miss Theresse”, cuyo propietario era mi tío más querido. La primera censura fue por discutibles razones de orden moral y en la segunda fui acusado de promover las apuestas entre mis compañeros.
Más tarde, estando ya en la universidad, trabajé en el entonces diario La Unión, de Valparaíso. Mi primera columna allí tuvo un título altisonante que puede sonar actual —“¿Hacia dónde va el Estado en Rusia?”—, pero que fue producto solo de mi pedantería juvenil. Poco después empecé a enviar críticas literarias a “El Mercurio” de la misma ciudad. Durante el gobierno de Allende estuve en el entonces canal de televisión de la Católica de Valparaíso, y a partir de 1991, regularmente, en “El Mercurio” de la capital. Siempre periodismo de redacción, que es el más fácil de hacer, aunque la excitación era mucha cuando en La Unión me acercaba a la sala de crónica donde trabajaban los colegas en mangas de camisa. Para qué hablar de la emoción que sentía al bajar a los talleres y percibir el ruido y el olor que despedían las linotipias.
Todo lo anterior, para justificar la preocupación que he desarrollado por nuestro periodismo de radio y televisión. En el primero de esos medios, lo que abunda hoy son las risotadas. Casi todos los espacios informativos se comparten entre dos o tres periodistas, y lo que se escucha comúnmente son las carcajadas de estos, las más de las veces sin motivo, como si estuvieran marcadas en el libreto que preparan los productores. En cuanto a la televisión, ella espejea cada día la realidad del país, pero tengo cada vez más la impresión de que con sus noticieros los canales están entrando cada noche, voluntariamente, en una cadena nacional del crimen.
Ni qué decir de cómo los conductores y conductoras de los espacios informativos de la televisión editorializan prácticamente todas las noticias, hasta las más banales, además de hacer uso masivo de muletillas y ruegos como: “Vamos a la pausa”, “Espérenos”, “Fíjese”, “No se vaya”, “Vamos a cambiar de tema”, sin olvidar el abuso de diminutivos en los nombres propios de los profesionales que están al aire, y sin omitir que la inusual extensión de los noticiarios, y por supuesto de las tandas de publicidad, hace pensar que esta última no está allí para hacer posible las noticias, sino las noticias para hacer posible la publicidad. Cada información se extiende en exceso, pasando del conductor que está en el estudio a un colega que, en terreno, repite exactamente lo mismo que ha sido dicho en el estudio. Luego, cuando la imagen vuelve a este, la repetición es ya por tercera vez, en un ejercicio reiterativo que obliga a cambiar de canal para encontrarse con lo mismo en todas las estaciones.
Otra práctica que merece crítica, según creo, es ver o escuchar a los propios periodistas haciendo la publicidad de sus auspiciadores.
Algo peor es la moralización de sus intervenciones en que incurren no pocos conductores, tanto en radio como en televisión, como si el oficio de periodista consistiera en comportarse como guardián y reserva moral de la comunidad. Un auditor o telespectador no necesita que los conductores frunzan el ceño y emitan pronunciamientos éticos sobre casi todas las situaciones que hacen noticia.
Las tenidas matrimoniales de conductores y conductoras las dejo para una próxima vez.