Las acciones contra la probidad constituyen un fenómeno instalado en nuestra sociedad. Los datos son elocuentes. La ciudadanía percibe una alta asociación a la corrupción, que en el país alcanza a un 76%; en el Estado, a un 69%; en las regiones, a un 64%; en las comunas, a un 57%; en la empresa privada, un 44%, y hasta en las relaciones intrapersonales, un 34%.
Como las instituciones más criticadas aparecen los partidos políticos, con un 83%; el Congreso Nacional, con un 72%, y las municipalidades, con un 63%.
A nivel de Estado, las prácticas corruptas más frecuentes que los ciudadanos creen que se producen son: el nepotismo (60%), la malversación de fondos (50%) y los sobornos (47%). Mientras que a nivel de las empresas serían el uso de sobornos o coimas (59%) y de influencias para lograr beneficios (55%) (Fuente: Claves Ipsos. Informe N° 20, julio 2023).
De acuerdo con estos datos y con los acontecimientos conocidos por la opinión pública en este año que ya termina, surge, desde nuestra perspectiva, la ingente necesidad de elaborar planes de cumplimiento normativo en el sector público que incentiven una proba administración, permitiendo recuperar la confianza pública y el fortalecimiento de todo el sistema estatal.
En tal sentido, se debieran impulsar, en cada uno de los órganos del Estado, instrumentos de buenas prácticas, elaborando códigos de conducta y compliance, con el propósito de crear un ambiente de prolijidad que elimine cualquier atisbo de corruptela. El Consejo de la OCDE sobre integridad pública ha elaborado un documento con un conjunto de recomendaciones cuya finalidad es la creación de un sistema integrado, coherente y completo, que vaya creando una cultura de la honestidad y un sistema de rendición de cuentas eficaz. Sobre ello, oportuno sería que las autoridades administrativas lo tuvieran de referencia, atendido que dicho instrumento contiene una estrategia contra la corrupción.
Es cierto que el denominado “Public Compliance” presenta espacios que difieren radicalmente del compliance aplicable al ámbito privado; no obstante, contienen elementos comunes que los órganos del Estado debieran considerar, a fin de precaver actos irregulares con el objetivo de recuperar la confianza ciudadana en las instituciones republicanas, afianzándose así el sistema democrático.
Llama la atención de los expertos que la Ley de Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas como la ley de delitos económicos no considere al sector público en su totalidad, sino que se restrinja a las empresas públicas creadas por ley, a las empresas, sociedades y universidades del Estado; a los partidos políticos y a las personas jurídicas religiosas de derecho público (artículo 2°, Ley N° 20.393), lo que puede responder a la naturaleza del ente público, en aquellos casos en que carezca de personalidad jurídica.
Empero, una política de compliance para el sector público, como instrumento de prevención de los delitos de corrupción, pareciera, a la luz de los antecedentes conocidos, ineludible con el gran propósito de que los riesgos acerca de conductas criminosas se reduzcan ostensiblemente. En todo ello, la creación de un órgano de vigilancia del cumplimiento es vital en la ejecución y el futuro éxito de los Criminal compliance en el sector público, cuyos integrantes deben contar con la debida independencia, autonomía y neutralidad en la consecución de esta cultura de la honestidad en cada servicio estatal.
Reiteradamente hemos señalado que tal como la Ley de Transparencia obliga a cada órgano del Estado a mantener una oficina de informaciones, de manera que cualquier ciudadano pueda recabar antecedentes de la entidad de que se trate, debiera también contar con una oficina de compliance con la finalidad de dar seguridad a la sociedad de que en ellos la ética pública existe. Así, tendríamos un mejor país.
Cristián Letelier Aguilar