Pasaron apenas unos minutos desde que la productora de la gira mundial de Taylor Swift comunicó que cancelaba el concierto de ese viernes 10 de noviembre en el estadio Monumental de River Plate para que las líneas aéreas que operan la ruta Santiago-Buenos Aires vivieran una contingencia homónima al recinto donde se presentaría la cantante.
Miles de fanáticas chilenas, las llamadas “swifties”, habían volado durante los días anteriores a la capital argentina para asistir a una de las tres fechas que tendría la estrella del pop en ese país, en medio de su gira The Eras Tour. Pero el tiempo dijo otra cosa: una lluvia con tormenta eléctrica obligó a mover la presentación de ese viernes 10 para el domingo 12 de noviembre.
A partir de la cancelación, las redes sociales comenzaron a hervir. Y de manera espontánea, primero algunas, después decenas y finalmente cientos de “swifties” hicieron carne el dicho de en pedir no hay engaño: solicitaron que las aerolíneas flexibilizaran sus políticas de cancelación y cambios de pasajes. El gran inconveniente era que, desde la fría e inconmovible perspectiva legal, no había razón para asentir a esas peticiones, ya que los vuelos estaban 100% operativos. El problema era de ellas, no de las compañías.
Pero el reclamo “swiftie” fue escalando. Entrada la noche de ese viernes, ya era un tema instalado en las redes sociales, lo que obligó a los ejecutivos del sector aeronáutico a analizar planes de contingencia. ¿Qué se debía hacer? ¿Ceñirse al contrato que se asume leído por cada cliente que compra un pasaje y que obliga a pagos adicionales en caso de cambiar un pasaje? ¿O ceder a la presión de cientos de adolescentes que pedían comprensión ante la repentina reprogramación del recital de sus vidas?
Hasta que pasó. Primero Sky, apenas clareó el sábado. Después JetSmart, un par de horas más tarde. Y finalmente Latam, pasado el mediodía. Todas las aerolíneas anunciaron la flexibilización de sus políticas, con reprogramación de vuelos y cambios a costo cero o importe marginal. A nivel de industria, el orden de la cadena fue muy revelador: primero, la empresa desafiante; después, la de menor tamaño, y en último lugar, como ocurre habitualmente, la con mayor participación de mercado.
La decisión de estas compañías fue noticia internacional, siendo incluso destacada por la cuenta del fan club oficial de Taylor Swift en Instagram. A nivel local, la medida fue muy valorada por las “swifties” —y por muchos papás y familiares que las acompañaron en la aventura—, impactando positivamente la dimensión reputacional de estas aerolíneas.
Pero la decisión también dejó en evidencia algo mucho más profundo: que la principal barrera que tienen las empresas para ser empáticas con sus clientes es muchas veces el miedo paralizante a actuar primero que el resto de sus competidores. El no entender que, a veces, hay excepciones que son atendibles y que no todo debe analizarse a la luz de los resultados de una planilla Excel. En el fondo, a no atreverse a innovar en la creación de valor de uno de los eslabones más descuidados de la cadena comercial en Chile: el servicio al cliente y la posventa.
¿Cuántos casos de este tipo podrían replicarse en otras industrias, donde la inercia del “acá siempre se ha hecho así y fíjate que al final alega poca gente” impide volcarse a lo que realmente quiere el cliente y ayudarlo a resolver sus problemas?
La lista de sectores con cuentas pendientes en esta materia es larga: isapres, bancos, farmacias, multitiendas, seguros, compañías telefónicas, de cable e internet… o las mismas aerolíneas, que siguen sobrevendiendo los vuelos con el argumento de que así las tarifas son más baratas. ¿Y si los buses hicieran lo mismo? ¿Y por qué no aplicamos esa filosofía a los cines, teatros, estadios o eventos masivos con entradas numeradas? ¿O a las reservas de restaurantes u hoteles? El argumento fue, es y será siendo de una debilidad palideciente.
Lo más fascinante de este caso es que la decisión de las compañías fue positiva, tanto para sus clientes —las “swifties”— como para ellas mismas. Porque, al final del día, la vieja teoría del tricentenario Adam Smith volvió a estar en lo cierto, una vez más. Las aerolíneas solo persiguieron su interés particular —en este caso, leyendo correctamente que el beneficio para su imagen pública sería mucho mayor que el costo de reprogramar una decena de vuelos—, y tomaron la inusual medida de no cobrar por algo que siempre cobran.
Al final, el beneficio para el mercado fue completo: ganaron las empresas y ganaron los clientes. Y una de las “swifties” lo graficó genialmente con un párrafo de Blank Space, uno de los mayores éxitos de la cantante estadounidense: “Me muero por ver cómo termina esto. Toma tu pasaporte y mi mano. Puedo hacer que los malos sean buenos por un fin de semana”.
Cristián Rodríguez