En la parábola de los talentos quiero destacar dos cosas. Primero, la rapidez que tienen dos de los "siervos" para responder: ambos van enseguida a negociar sus talentos (cfr. Mateo 25, 16). La diligencia es una cualidad propia del que ama lo que hace, que lo quiere como propio.
Ese mismo amor vemos en el "hágase" de María, su inmediata respuesta al arcángel san Gabriel: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lucas 1, 38). De igual manera responde San José cuando conoce el origen del embarazo de María: "Al despertarse, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado" (Mateo 1, 24). Inmediatamente lo "hizo", como lo harán los apóstoles ante el llamado de Jesús: ellos inmediatamente "sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron" (Lucas 5, 11).
Nos podemos preguntar: ¿cómo reacciono ante las insinuaciones del Señor en mi vida cristiana?, ¿por qué tengo que esperar un accidente, una enfermedad terminal para reaccionar? Es fuerte decirle que no a la conciencia, la tardanza se ve inofensiva, pero cuando pasa a pasividad es más voluntaria y cuando es una resistencia al querer de Dios es culpable.
Pero a veces las parroquias somos las lentas para reaccionar, porque cuando un feligrés se convierte y decide -ahora en noviembre- recibir un sacramento pendiente, le decimos: "vuelva en marzo, se inscribe y comienza su catequesis". ¿Cuántos llegan en marzo? Ahora, gracias al BAR -otro día explico la sigla-, cuando en mi parroquia alguien "se decide a negociar", le decimos: mañana comienzas tu catequesis . Y están muy felices, porque se terminan sus tardanzas, dificultades y resistencias.
Lo segundo que quiero destacar en esta parábola son las palabras de otro de los siervos cuando explica por qué enterró sus 35 kilos de plata: "Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra" (Mateo 25, 24-25).
Así como los dos primeros personajes actuaron por amor, el que recibió solo un talento actuó por miedo a su exigente señor: "siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo" ( ibid. ). Quien dice esto, ¡no te conoce!
El miedo es fruto de la ignorancia y del pecado. Quien niega la íntima relación entre verdad y caridad -en Jesús se identifican- tiene miedo y, por ejemplo, se salta las últimas palabras del evangelio de hoy: "a ese siervo inútil, échenlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes" (Mateo 25, 30).
Tener miedo a la verdad es tener miedo a Jesucristo, omitir algunas enseñanzas de Jesús es desconfiar de la verdad completa del evangelio o ser un ignorante. En ocasiones, las verdades a medias nos hacen cómplices para no desentonar con lo políticamente correcto.
El pecado es en el fondo desconfiar de Dios y engendra un miedo hacia Él. Lo vemos en Adán y Eva: antes del pecado original conversaban y se relacionaban filialmente con Dios Padre, después del pecado "cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa... se escondieron de la vista del Señor Dios... Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo" (Génesis 3, 8-9).
¿Qué nos dice la experiencia de los santos? "Son también nuestras miserias las que ahora nos impiden contemplar al Señor, y nos presentan opaca y contrahecha su figura" (San Josemaría, Vía Crucis, 6, 1). Es el miedo de parar, mirar nuestra vida y preguntarnos sinceramente: ¿Soy feliz?
Pero, padre, ¿no hay que tener miedo? "Teme ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno" (Mateo10, 28). No tengas miedo a tener iniciativa en el amor a Dios, ¡comprométete!, busca su voluntad sin miedo, "pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre -Jesús- y a decirle que le quieres" (Camino, 303).