Un distinguido médico de la capital, conversando sobre las disyuntivas constitucionales que enfrentamos, me preguntó: ¿Usted cree que sería posible que un cristiano y un musulmán pudieran llegar a un consenso respecto a sus creencias religiosas? Si bien la comparación puede resultar hiperbólica, sí me hizo pensar en la profundidad y extensión de los disensos que fragmentan nuestra sociedad y la dificultad que enfrentamos para establecer esos consensos mínimos indispensables para que la democracia funcione en un marco de estabilidad.
En el último proceso constitucional es probable que no se hayan hecho todos los esfuerzos posibles para lograr un texto que concitara la aprobación de una gran mayoría ciudadana. Las mayorías podrían haber mostrado más flexibilidad, pero las minorías fueron intransigentes. Sin embargo, por deseables que sean los consensos, el desacuerdo es parte de la vida en democracia —más aún en sociedades cada vez más diversas y plurales— y no se puede, ni conviene, eliminarlo.
La propuesta de la Convención y el texto actual muestran visiones irreconciliables. En la primera, los fundamentos de la democracia liberal representativa se debilitaban: entre otros, la igualdad ante la ley, la integridad de la nación, un poder judicial independiente del poder político, los derechos y libertades individuales y los equilibrios y contrapesos al poder político, todo lo cual ponía en jaque la posibilidad de un verdadero pluralismo y de una real alternancia en el poder. En cuanto al sistema económico, se promovía una mucho mayor concentración del poder en manos del Estado, suscitando el temor fundado respecto a las consecuencias negativas que una economía altamente dirigida y centralizada podría tener sobre la libertad y los prospectos de prosperidad. Pero hay que recordar que esos objetivos fueron aprobados por bastante más de un tercio de los votantes, vale decir, existe una masa crítica importante que aspira a introducir cambios radicales y refundacionales, lo cual representa un margen de disenso desafiante para una convivencia política armoniosa. Ello implica que no es posible alcanzar unanimidad respecto a la Constitución que nos ha de regir.
Ahora bien, aunque es cierto que existen dos visiones irreconciliables respecto al país que queremos, es igualmente verdadero que compartimos más acuerdos que aquellos que existen entre la teología cristiana y la musulmana, y muchos más de lo que a veces se presume. Esto quedó claramente reflejado en los 12 principios fundamentales acordados por todos los partidos para circunscribir los márgenes de la futura Constitución, como también en el texto de los expertos, aprobado por unanimidad.
Un mínimo de honestidad intelectual obliga a señalar que el meollo central del desacuerdo se refiere a la definición de un “Estado social de derecho”. En un caso presupone que el Estado debe tener el monopolio de la prestación de los derechos sociales, como pensiones, educación, vivienda y salud. En el otro se acepta, por cierto, el deber del Estado de asegurar creciente bienestar a la población en estos y otros ámbitos, pero no desecha la posibilidad de que el sector privado pueda contribuir a ello, como lo ha hecho por ejemplo en educación, desde los albores de la república, a través de los colegios particulares subvencionados.
Uno de los méritos del texto actualmente en discusión es precisamente que profundiza derechos ya existentes e introduce nuevos y no impide la ampliación de la acción del Estado, pero también ofrece márgenes de libertad que la hegemonía estatal no garantiza. Esto permite compatibilizar los deseos de quienes ven en el Estado la panacea para un mejor vivir y quienes pensamos que la participación libre de los individuos tiene mucho que contribuir al bienestar de la colectividad.