Las tasas de interés están muy altas, y nadie se salva. No se salva el Gobierno, que está enfrentando su mayor costo financiero en más de una década. Tampoco los bancos, que han visto aumentar su costo de fondeo de corto y largo plazo. Tampoco se salvan las personas, cuyas tasas de créditos hipotecarios están en sus máximos de quince años. Y menos las empresas que emiten bonos directamente, cuyas tasas han aumentado de manera significativa. En algunos casos, estos precios son mentirosos porque, a decir verdad, no hay mercado.
Es inevitable que las miradas se dirijan al Banco Central. Después de todo, ¿no es su tarea fijar las tasas de interés? Esto es solo parcialmente cierto. El Banco Central afecta un segmento muy particular de las tasas de interés, relevantes para el financiamiento bancario de corto plazo. Las tasas de largo plazo —como las de créditos hipotecarios, de bonos del gobierno o de empresas— tienen poco que ver con el quehacer del Banco Central y más con lo que sucede al otro lado de la plaza de la Constitución.
Para ser claros, hay que partir por reconocer que las tasas de interés reales de largo plazo en el mundo han subido significativamente. Así, en poco más de un año, la tasa real a la que se endeuda el gobierno de Estados Unidos ha subido 2%. Es difícil saber a qué nivel convergerán, pero difícilmente lo harán a sus niveles de la última década, cuando el financiamiento era virtualmente gratis.
Es inevitable que el mayor costo financiero externo se traspase al mercado doméstico. Pero no todo viene de afuera. Después de un exitoso proceso de disminución de gasto público en 2022, las cifras fiscales para este año no se ven promisorias. Como revela el Consejo Fiscal Autónomo, el déficit estructural cerrará en torno a 3% si el litio se contabiliza adecuadamente y, para los años siguientes, las cuentas están muy estresadas. Más de lo que parece. Parafraseando a un exconvencional, no hay platita. Como la demanda por gasto fiscal es infinita, las dudas no han amainado, y el mercado las está cobrando.
Además, el sobreprecio —spread— que paga el sector privado respecto del gobierno por emitir deuda también ha subido, y en algunos casos la diferencia se ha vuelto sustantiva.
¿Cuánto exigiría usted por prestarle a un negocio relacionado con la salud, cuando el Gobierno solo da malas señales al sector? ¿O a una empresa cuyas actividades dependen de la burocracia encargada de “otorgar” permisos? El mayor riesgo regulatorio y el riesgo de que la economía no crezca alimentan esta tensión.
El nuevo normal será con tasas altas, y habrá que ajustarse a una realidad que no es inmutable, pero que requiere más que buenas intenciones para modificarla.