El número entre paréntesis se debe a que el 21 de diciembre del 2001 empleé el mismo título para una columna en otra sección del diario, con ocasión de la crisis del Corralito, que derrumbó la presidencia de Fernando de la Rúa e hizo aparecer el “que se vayan todos” (por supuesto que no fue así; no podía ser). La gravedad del momento presente no puede compararse con la de hace dos décadas. En cambio, miradas las cosas en contexto, parecen dos puntos de un trágico derrotero.
Para nosotros, la situación de nuestro importante vecino posee una connotación especial, casi igual a la latinoamericana. Se trata del simbolismo que posee el país trasandino como hechura de civilización de esta América y su respuesta a los desafíos de la modernidad. Porque hace 100 años, si de algún país de la región podía decirse que se encaminaba a ser un paradigma de nuestra era —como, por ejemplo, Australia lo ha llegado ser—, se trataba de Argentina. No fue el caso, y es de preguntarse si su trayectoria no constituye una alegoría del fracaso latinoamericano en constituir repúblicas modelo, que puedan ser citadas como un buen ejemplo de civilización moderna. Se trata de una realidad que a los latinoamericanos no nos agrada ni siquiera pensar, y que sin embargo deberíamos mirarla de frente. Sería una refrescante ducha de agua fría. Entre historiadores y analistas en general, existe desde hace mucho un vivo debate sobre lo que originó los problemas de este país que en un momento era tan prometedor.
Si lo planteamos en términos de economía política, hay que indicar que es completamente inevitable que las vicisitudes obliguen de cuando en cuando a reducir el gasto público; si aumentos y reducciones están acompañados por políticas razonables en un entorno normal, en el largo plazo tenemos la historia de las modernas economías desarrolladas, con Estados sociales bastante generosos. Ahora, la reducción del gasto es dramática. Dos situaciones típicas fueron los giros de Reagan y Thatcher en los 1980. En ambos casos todavía hay sectores que se lamen las heridas, aunque son casi universalmente evaluadas como exitosas.
En Argentina, como en nuestra América, las cosas son diferentes. Los gobiernos peronistas dejaron buen recuerdo por su generosidad casi ilimitada (pero no tan loca como la Unidad Popular) mientras las exportaciones subían de precio. Fue lo que le tocó al primer Perón en los inmediatos años de la posguerra; después fue, en este sentido, una administración normal. Y la segunda muestra fue el gobierno de Néstor Kirchner desde el 2003, incluyendo la primera administración de Cristina; desde el 2012 las cosas cambiaron para mal y desde allí yace empantanado. El gobierno de Macri, débil en lo político como toda derecha latinoamericana y más en Argentina, ante un coloso imbatible como el peronismo (curioso, desde Kirchner no se nombra al general Perón, que tenía su racionalidad positiva), terminó por naufragar, si bien perdió la reelección por un margen relativamente estrecho. Siguió la cuesta abajo con Alberto Fernández.
Massa, con su apelación a la “unidad nacional” que ahora proclama, podría resultar una mejor opción; sin embargo, en sus acciones concretas no es independiente del aparato peronista. Milei, como todo demagogo en el que el histrionismo se funde con la personalidad, tiene el problema de que si cumple con lo que promete (o amenaza) puede producir un colapso; y si “entra en razón”, contribuye al descrédito de la política, que se dice una cosa y se hace la otra (teniendo el mérito que demostró que América Latina en economía es más que la Cepal y que el populismo anexo). Es como escoger entre el sartén y las brasas.