Difícil recuperar un país que lleva años acumulando malas políticas públicas. Mauricio Macri, quien estuvo en Chile la semana pasada, lo descubrió en sus cuatro años de presidente (2015-19). Dejó a Argentina con menos PIB y más inflación que cuando empezó.
Uno puede alegar que Macri cometió errores. Pero el problema fue, también, uno de tiempo. Tras décadas de malas políticas, demora mucho reparar el daño. Y cuando de repente surge un gobierno bueno, los inversionistas no saben si van a durar sus políticas. En vez de invertir, muchos ven una oportunidad para vender. No llegan las grandes olas de inversión como las que esperaba Macri.
En Chile no hemos acumulado ocho décadas de malas políticas como Argentina, pero sí llevamos una entera, y eso es mucho. Por eso nosotros también necesitamos tiempo para retomar una senda de crecimiento.
Para dimensionar la tarea cabe recordar cómo se fue gestionando el deterioro.
Empezó en el segundo gobierno de la Presidenta Bachelet. Un ministro de Hacienda, que parecía no entender cómo funcionan los mercados, promovía una reforma tributaria que además de confusa, era nociva para la inversión. Se cuestionaba la Constitución. Se imponía una reforma educacional ideológica. Se cambiaba el sistema electoral por uno que redundó en una ingobernable profusión de partidos. Como si lo anterior fuera poco, se derogaba el DL600. Se decía que era “innecesario” porque Chile ya era un país seguro ¡a pesar de tanto cambio simultáneo! Se decía que los extranjeros ya estaban protegidos por los TLC, argumento que se debilitó cuando el gobierno actual quiso renegociar las cláusulas de solución de controversias del TPP11.
Por algo en ese cuatrienio la economía creció a menos de dos por ciento anual.
Después vino la elección del 2017. Ocupaba cada vez más espacio una izquierda anticapitalista. Y si bien la economía repuntó con el Presidente Piñera, esa izquierda se dedicó a impedir que gobernara, hasta que llegamos al estallido, y a los juicios con que procuraron destituirlo. Queda la duda, fatal para la inversión, de si esa nueva izquierda (¡cómo extrañamos la de antes!) tiene suficiente vocación democrática para dejar que otros gobiernen. Porque si no la tiene, el riesgo para un inversionista es la ingobernabilidad.
En cuanto al gobierno actual, la lucha, real o táctica, entre sus dos almas no despeja incertidumbres. En 2022 procuró imponer una constitución nefasta. Falló, pero los inversionistas saben que los sentimientos que la inspiraron siguen latentes. Mientras tanto hay sectores del país que parecen devastados, como si salieran de una guerra. Miremos alrededor. Las isapres, cuya crisis tiene atónitos a sus dueños, muchos de ellos influyentes multinacionales. La alicaída educación: escolares con agudos atrasos de aprendizaje, para qué hablar de los paros y los overoles blancos. La falta de seguridad, física y jurídica. Los fatídicos convenios. La permisología. La confusión en torno al litio, donde nos puede superar hasta Argentina. La cultura, golpeada tras los chascos de Frankfurt y Venecia. Ciencia y tecnología, golpeadas tras lo de Sinovac. Otro royalty minero, otra reforma tributaria, reducción de la jornada laboral, aumento sustantivo del salario mínimo. No es que no haya elementos positivos en la lista. El problema es la combinación, la simultaneidad. Terrible en todo esto si se materializa la eventual desinversión en Transelec —por US$ 3.000 millones— de tres influyentes fondos canadienses.
El éxito de Massa en Argentina demuestra algo alarmante: el fracaso económico parece hipnotizar a los votantes. Están en un hoyo profundo, pero temen salir porque el hoyo se ha convertido en su zona de confort. Menos arriesgado resignarse que actuar. Y con tanta pobreza se necesita poco para congraciarlos con un bono o un subsidio.
En Chile estamos también algo hipnotizados. Algunos hablan de parálisis. Urge que nos sacudamos pronto si no queremos quedarnos, nosotros también, sumidos en un hoyo.