Al cabo de tantos años viendo fútbol, he logrado aumentar mi capacidad para no ser dominado por las emociones. No se trata de anularlas, como algunos pretenden, sino vivir con ellas y no por ellas. Es una larga historia de aprendizaje, de lecciones de vida.
Cuando empezamos a ganarle a cualquier rival, siempre recordé a los maestros del periodismo que vivieron a la sombra de más derrotas que victorias. Y a los entrenadores, a los aficionados, a los jugadores de esas épocas. A los que se pasearon por canchas del mundo humillados, avergonzados, tragando la amargura de un desencanto. Recuerdo en especial nuestro primer triunfo sobre Argentina en un partido oficial, obviamente de la mano de Bielsa y la Generación Dorada.
A veces, claro, en toda época tuvieron alguna satisfacción, disfrutaron algún triunfo, alguna clasificación y, con más suerte, un “sub” o un “vice”. De la mano, entonces, de algún grupo de iluminados jugadores y entrenadores y dirigentes (y a veces contra desatinados directivos…). Era “lo que había”. Y punto. Hasta que vino el período luminoso que está terminando y del que quedan un par de velitas encendidas, aunque sin el brillo del comienzo de la fiesta. Desde entonces nos acostumbramos a esperar los partidos sin calculadora y a ganar con placer merecido.
Una derrota como la del martes, más derrota que nunca, no fue como las de los viejos tiempos, las de A.G.D. (antes de la Generación Dorada). Porque Venezuela nunca nos había goleado y porque en la cancha había jugadores nuestros de alto valor.
Paulo Díaz es figura de potentes destellos en River Plate, un cuadro grande del fútbol mundial. No es un aparecido ni un principiante. Es figura internacional. Y ese pase a un contrario que dio en el minuto 46 del primer tiempo, a metros escasos, que originó el primer gol venezolano, quedará en el recuerdo de las grandes chambonadas de nuestro historial. A un debutante se le perdonaría, por razones humanitarias, pero a nadie más.
Aquel infortunio marcaba, además, un punto psicológico importante y un bajón anímico presumible en el equipo, porque Chile había jugado mejor en los 45 minutos precedentes y, como contra Perú en el mismo lapso, pudo hacer un par de goles. O tres.
Y vendría otra desgracia más a los 59, cuando Marcelino Núñez obligó al árbitro a expulsarlo. Eso: lo obligó. Porque lo tocó tres veces (tres, no una ni dos) con un índice que quería ser acusador, pero que solo fue un dedo estúpido. Y Núñez, gran jugador, como gran jugador es Paulo Díaz, está jugando en el fútbol inglés. ¿Se le habría ocurrido hacer tamaña barbaridad en esa liga? No lo ha hecho aún, con el índice y con ningún otro dedo.
(Y Chile seguía sin jugar mal).
Entonces, el desastre, la goleada. La crítica venenosa para Medel (¿y qué quieren, que no pasen las temporadas para él?), para Berizzo (el equipo jugó bien mientras no se produjeron las barbaridades, aunque nos gustaría un juego más frontal), para Alexis, para Brereton (no estuvieron bien).
Esta vez no pude aguantar la indignación. Quedé bravo para toda la semana. Y sin olvidar que nos sacaron del cuarteto que formábamos con Argentina, Brasil y Paraguay para alguna aparición simbólica en el Mundial de 2030. Pero hay tiempo para enojarse por eso…
Edgardo Marín