El próximo mes se cumplen cuatro años de la firma del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución. Si el problema era el malestar social, como sostenía la izquierda, curioso que la respuesta fuera una nueva Constitución. Y si lo ocurrido fue un “golpe de Estado no tradicional”, como ha dicho ahora el expresidente Piñera, tampoco calza que se respondiera entregando la Constitución. Pero se hizo. La paz nunca llegó y los intentos por sacar al Presidente cambiaron de sede: desde las calles al Congreso vía acusación constitucional.
Hubo un plebiscito de entrada en el que la mayoría ratificó la voluntad de iniciar un proceso constituyente. La Constitución era la herramienta que vendría a solucionar todos los problemas y a sanar todas las heridas. Quién podría estar en contra… solo unos pocos. Pero desde esa fecha ha pasado mucha agua bajo el puente.
Se hizo una asamblea constituyente en que la izquierda tuvo los votos para escribir sola lo que quiso. El texto que reinventaba Chile y destruía la democracia representativa se sometió a plebiscito durante su propio gobierno, que intervino sin pudor a favor de su aprobación. Pero la ciudadanía lo rechazó. A diferencia del proceso actual, ese partió con tremenda popularidad. No olvidar la emoción con que el oficialismo y algunos periodistas describían la caminata del “frágil” Rojas Vade sin zapatos el día de la ceremonia inaugural, entre otros eventos similares.
A pocas horas del triunfo del Rechazo, la izquierda declaró que no abandonaba ninguna de sus convicciones, y que la culpa era de la gente. Tan rápidos ellos y tan lento “su pueblo”. Y algunos dirigentes de oposición, ante una de las mayores derrotas culturales y políticas de la izquierda refundacional, optaron por decir que “no había vencedores ni vencidos”, es decir, 62% versus 38% era un empate técnico. Así empezó una acelerada negociación para un nuevo acuerdo constituyente. Unos motivados por tapar la derrota (lógico) y otros para disimular la victoria (no tan lógico). En vez de radicar el proceso en el Congreso, como siempre debió ser, acordaron desligarse, por segunda vez, de sus facultades, y las entregaron a una comisión con integrantes designados por ellos y a un consejo elegido con las mismas reglas que el Senado. Este itinerario y diseño nunca ha tenido aprobación ciudadana, a diferencia del anterior. Pero ya fue: es lo que hay.
A dos meses del plebiscito final, conviene pensar en el día después.
Si gana el rechazo, ninguno de los partidos que han venido impulsando esta ruta constituyente, desde el 2019 o antes, se podrá declarar vencedor. Habrán fracasado. No será el texto de republicanos el que pierda. Ni siquiera será la Constitución actual la que gane, aunque en la práctica sí lo haga. Será el hastío ciudadano el único vencedor. Hastío de la gente que ya sabe que la Constitución nunca fue el problema ni tampoco será la solución. Hastío con un gobierno que no gobierna y con políticos obsesionados con esta agenda.
Si gana el apruebo, y se promulga un texto que al oficialismo no le gusta, ¿insistirán con sus ideas ahora desde el Congreso? O si eso falla, ¿por la fuerza de nuevo? Hasta ahora no se ha escuchado a nadie de izquierda decir que el apruebo cierra el proceso. Es solo la derecha la que lo afirma. Pero su sola voluntad no basta. El oficialismo sabe que ante el agotamiento ciudadano, la promesa de cierre del proceso puede ser mucho más eficaz que cualquier norma para revertir las encuestas.