Cae el telón de la sala del Teatro del Lago, en Frutillar, y una emoción inédita se apodera del público una vez acabada la función. Esto que acabamos de ver en escena no es puro teatro. O lo es en su forma más originaria, cuando el teatro era un rito que congregaba en torno suyo a las comunidades para purificar las pasiones, emociones, y darles voz a la tragedia o al humor, al júbilo o al dolor. La vieja “catarsis” de la que hablaba Aristóteles.
Los actores que acaban de despedirse en medio de un aplauso largo y profundo no son actores profesionales, tampoco los que hicieron la escenografía ni el vestuario o el maquillaje. Más de cien actores en escena, y otros cientos involucrados en todos los pequeños detalles de una obra que nada tiene que envidiarle a un espectáculo profesional. Las transformaciones personales que produjo esta experiencia en cada participante valen más que mil Simce. El musical, basado en la novela de Víctor Hugo “Los Miserables”, que acabamos de ver es el resultado de un sueño o una locura, la de un director de un colegio y su equipo que hace diez años, en un rincón del sur de Chile, decidieron movilizar a toda su comunidad escolar (profesores, alumnos, padres, funcionarios) detrás de un objetivo aparentemente inalcanzable: el de hacer un musical de la más alta calidad con amateurs, muchos de los cuales nunca antes se habían subido a un escenario. O sea, colocar el teatro, la música, las artes en el centro de la tarea educativa, para exigir de cada uno, niños y adultos, lo mejor de sí mismos, con belleza, esa palabra que Gabriela Mistral escribía siempre con mayúscula cuando hablaba de educación.
Cuando el pesimismo se ha apoderado de nosotros al ver las cifras desoladoras de deserción escolar, de retrocesos en aprendizaje y habilidades mínimas, presenciar un espectáculo de este nivel de excelencia nos enseña que las comunidades, los países salen del subdesarrollo (que no es solo social o económico, sino sobre todo cultural) cuando son capaces de plantearse grandes metas, que puedan entusiasmar y movilizar a profesores, alumnos, familias detrás de una tarea común llena de sentido. La presentación del musical “Los Miserables”, esta producción colectiva de un colegio de Puerto Varas, hace patente, además, lo fundamental que es lo que un pragmatismo ramplón llama despectivamente “lo inútil”: el teatro, la música, la poesía, las artes visuales. La “utilidad de lo inútil” de la que hablaba Nuccio Ordine. Hoy día, en que todos parecen encandilarse ante la inteligencia artificial y la hechicería digital, ver a una generación de niños y jóvenes millennials recitar y cantar fragmentos de un musical inspirado en una novela del siglo XIX, vivirlos, encarnarlos, nos confirma lo nefasta que es esa abdicación de los educadores cuando no tienen fe en los talentos potenciales de sus alumnos, esos “Mozarts asesinados”, como dijo una vez Antoine de Saint-Exupéry. Hoy se ha depositado más la fe en los algoritmos. Un algoritmo no puede producir un espectáculo como este, donde flota el espíritu y donde están jugados en cada escena el cuerpo, las emociones, la imaginación. La imaginación, la más importante de las facultades humanas, que puede llevar a cada uno de nosotros más lejos de lo que pensamos, al reino de la belleza, la solidaridad, el amor, todo eso que esplende en cada vibrante escena de “Los Miserables”.
Miserables somos cuando, como país, olvidamos que estamos llamados a metas altas, no al conformismo, a la mediocridad o el empate. Jean Valjean, Fantine, Eponine, Gavroche, Cosette, Marius, Javert y Los Thenardiers, personajes que Víctor Hugo imaginó en el París del siglo XIX, viven, caminan por Frutillar, Puerto Varas y pueden hacerlo por todas las calles de Chile, con el Quijote, Raskolnikov, Hamlet y tantos otros, salvándonos de esa miseria espiritual a la que parecemos autocondenarnos cuando dejamos de soñar en serio y actuar en serio.