Cuando en octubre de 2021, a pocas semanas de la elección presidencial, el entonces jefe económico del candidato Boric, Nicolás Grau, dijo: “Una parte de nuestro programa en el corto plazo no es procrecimiento, es evidente”, estaba revelando una compleja verdad.
Cuando el entonces candidato a senador Sebastián Depolo, otro muy cercano al Presidente Boric, pocas semanas después de Grau, dijo “vamos a meterle inestabilidad al país”, fue del todo sincero.
Cuando el propio candidato Boric, pocos días después de Depolo, señaló en LUN que el foco del crecimiento de su futuro gobierno sería: “Gastronomía, eventos, cultura, turismo, en vez de minería y construcción”, era evidente que algo no cuadraba.
Un programa que no propiciaba el crecimiento, un país al que se le metió inestabilidad, y un Presidente que consideraba que no hay que crecer a costa de la minería (pero sí de los “eventos”) no podía andar bien en materia de crecimiento.
Y así vamos.
Esta semana se mostró la décima caída de los últimos 12 meses en el Imacec.
Este año Chile será el país con peor desempeño en América Latina, después de Haití y Argentina.
En el año y medio de gobierno, sin embargo, ha estado toda la artillería apuntando en otra dirección. Reforma tributaria, baja en las horas de trabajo, fuerte incremento en el salario mínimo (sin dimensionar que la tasa de trabajadores asalariados en Chile es una de las más bajas de la OCDE). A ello hay que agregarle el apoyo irrestricto del Gobierno al delirante proyecto constitucional de la Convención.
Mientras tanto, un atraso histórico en materia de concesiones, pomposos anuncios de mayor regulación a la industria forestal, un ministro de Agricultura que jugó a ser empresario de papas, una ministra de Medio Ambiente que busca frenar como sea las concesiones salmoneras, y un plan del litio que pone al Estado al control de una actividad de la que no tiene idea. Los alcaldes del sector, por su parte, han hecho también su contribución, congelando —con gran algarabía— los planes reguladores de la mayoría de las ciudades.
Como si lo anterior fuera poco, el propio Presidente reconoció que “una parte de él quiere derrocar el capitalismo”.
Pero Chile, una vez más, no es un oasis. La izquierda en el mundo, o la mayor parte de ella, empieza a considerar que la preocupación por el crecimiento es algo “neoliberal”. Hoy la propuesta “progresista” es decrecer.
Una paradoja.
O más bien un sinsentido.
Hoy la situación es dramática. Esta misma semana David Bravo nos alertaba del terremoto en materia de empleo, algo de lo que nadie habla.
Y pese a que el Gobierno forzosamente ha vuelto a hablar de crecimiento, ha caído en el clásico voluntarismo del que quiere que cambien las cosas por arte de magia. Que llueva en el desierto. Que amanezca a la medianoche. Que se deshaga el huracán.
Así, el Presidente Boric vio brotes verdes en noviembre (“estoy moderadamente optimista, veo brotes verdes”, a Al Jazeera), en diciembre (“tengo un moderado optimismo respecto del futuro, estoy empezando a ver brotes verdes”, en Vía X), en enero (“en Chile tenemos en todas partes brotes verdes”, en Valdivia) y en marzo ( “El año 2022 no fue fácil, pero pese a ello yo veo brotes verdes”, ante ministros y subsecretarios).
Meses y meses buscando puntos de inflexión, brotes verdes y motivos que sirvan de catapulta para la ilusión. Pero nada de eso ha llegado. Porque nada importante se ha hecho.
Mario Marcel, viejo lobo de mar, tiene claro que la palabra “brote verde” es impronunciable. Y la ha evitado a toda costa, aunque ha tratado de empujar el carro del optimismo. La merma de su fuerza ha ido a la par de su fuerte desgaste personal.
Porque una cosa es el voluntarismo y otra es la realidad. Y la realidad da cuenta de un país frenado (después del mazazo de la pandemia y la borrachera de los retiros), un país asustado (después de los delirios propuestos en la Convención Constitucional), y un país pesimista tras un gobierno que —como dijo el mejor economista que tiene el país, Ricardo Caballero— “es una representación del anticrecimiento”.