La política y la economía tienen un vínculo indisoluble. La incertidumbre constitucional es un problema político mayor, que introduce un socavón de inseguridad en nuestro quehacer económico. Si ello continúa, no nos extrañemos de que nuestras cifras de crecimiento económico, salarios y empleo sigan indefinidamente a la baja. Es cierto que en una economía globalizada los rendimientos no se miden solamente por factores internos, pero muchas deficiencias actuales son atribuibles a la ausencia de seguridad institucional.
Hace un tiempo, más del 78% del electorado expresó la voluntad de tener una nueva Constitución. Hace un año más del 60% rechazó una propuesta que significaba una refundación del país, cuestionaba nuestra existencia como Estado Nación, debilitaba los cimientos de una democracia representativa, cuestionaba las libertades personales y constreñía las posibilidades de mejorar el crecimiento. Esto significa que al menos dos tercios del país prefieren continuar con nuestra tradición constitucional, con derechos individuales garantizados, una democracia como se conoce en el mundo occidental, la soberanía popular limitada por el derecho de las minorías, la separación de poderes, el Estado de derecho, y un poder judicial independiente, entre otros equilibrios y contrapesos para evitar los abusos de poder.
La pregunta, entonces, es: ¿Estamos realmente dispuestos a dejar abiertas nuevamente opciones diametralmente encontradas que no nos permitirían vivir en paz y en libertad por tiempo indefinido? Para responder esta interrogante, es necesario analizar con racionalidad los méritos y deficiencias del estado actual del texto en discusión. En primer lugar, es evidente que la estructura institucional propuesta asegura plenamente la vigencia de una democracia representativa, los derechos y libertades de las personas y la factibilidad operativa de una economía social de mercado; contiene mecanismos novedosos para mejorar los niveles de gobernabilidad actuales y permite la alternancia en el poder.
Por otro lado, es cierto que el texto excede los mínimos constitucionales, sustrayendo de la deliberación democrática y de la discusión legítima sobre políticas públicas una serie de temas que no deberían quedar rígidos en una constitución. Los temas más controvertidos deberían ser de fácil solución si prima la disposición a buscar acuerdos, negociar, dialogar y llegar a consensos mínimos. ¿Alguien cree que hay una diferencia sustantiva entre “el” que está por nacer y “quien” está por nacer? Y si no la hay, ¿para qué provocar con un cambio que es solo semántico? ¿Se quiere fijar una política tributaria, limitando contribuciones y sentando con ello el precedente de que, si se pueden eliminar impuestos, otras mayorías eventuales también podrían fijar constitucionalmente nuevos y gravosos tributos? ¿Es la ausencia de paridad, concepto que ninguna democracia sofisticada incluye, una razón para mantener la inseguridad institucional, o es un tema que debe resolver la ley?
El tema más fundamental es si acaso estas proposiciones permiten o no un Estado social de derecho. Un país que financia públicamente 80% de la salud y 93% de la educación escolar, que ofrece gratuidad universitaria y una PGU ya tiene los mecanismos para asegurar políticas tendientes a mayor bienestar social. Ahora bien, los instrumentos específicos para cumplir este mandato, y si ellos pueden o no incluir prestaciones del sector privado, son de la esencia misma de la eterna discusión política que se refiere precisamente, desde tiempos inmemoriales, al dilema respecto a “cuán libre puedo ser yo y cuánta de esa libertad debo entregar por el mero hecho de vivir en sociedad”. Pero ello de manera alguna pone en jaque la existencia de un Estado social de derecho.