Mientras a la mitad del país el proceso constituyente le interesa poco o nada (Cadem), este está entrampado al punto que, ante un fracaso inminente, podría ser que el Consejo rechace el proyecto para evitarnos perder tiempo el domingo antes de Navidad.
Resulta increíble, por vez segunda, para este fin de darnos una nueva Constitución, el cual el 78% aprobó al inicio y que en diciembre pasado todavía el 63% quería (Cadem). Más increíble cuando esta vez se partió desde un texto que tenía acuerdo transversal. Era cosa de mantenerse en esos márgenes y habría sido costoso para cualquiera bajarse, más aún si había fundado su identidad sobre la idea de que la Constitución vigente era la fuente de nuestros males. En tanto, los republicanos, sobre cuyos hombros pesará el resultado esta vez, no traían una agenda propiamente constitucional y más les habría valido probar, con miras a 2025, su capacidad de gobernar.
Pero, decía Madison, “tan fuerte es esta propensión de la humanidad a caer en animosidades mutuas, que cuando no se presenta ninguna ocasión sustancial, las distinciones más frívolas y extravagantes han sido suficientes para encender sus pasiones hostiles y excitar sus conflictos más violentos”. Hubo que abrir discusiones que ya estaban cerradas (aborto en tres causales) e inventar otras nuevas (rodeo, contribuciones); hubo que poner el dedo en la llaga y querer fijar en la Constitución lo que es propio de la política (diseño de salud y pensiones). ¿No han visto que llevamos más de una década sin dos elecciones seguidas de un mismo signo?, ¿será un afán de ojo por ojo? Si antes se pensó que la capacidad de veto de un sector era lo que frenaba a Chile, ahora parece que el mayor freno es la falta de vetos, porque solo la ambición contrarresta a la ambición.
La cosa parece insalvable. Qué tanto, se podrá pensar; si los quorum de reforma ya no son los de antes y ya nadie cree en el poder mágico de una Constitución. Pero los incumbentes en el Congreso difícilmente cambiarán las reglas con las que fueron elegidos, que es, a mi juicio, lo más urgente.
Fue un error poner tantas expectativas sobre la Constitución y, otro, creer que la ciudadanía dedicaría sus noches, introspectivamente, al análisis constitucional. No es solo pedir demasiado; la política no se trata de individuos que eligen entre alternativas en el aire. Las preferencias y la oferta política se construyen colectivamente, con deliberación, y lideradas por políticos profesionales que negocian para llegar a acuerdos.
Pocas ideas nos han hecho más daño que la supuesta desconfianza ciudadana en los acuerdos. Ello no tiene sustento: desde 2017 que las encuestas CEP han mostrado que cerca del 60% quiere que los políticos busquen acuerdos, mientras menos del 30% los prefiere firmes en sus posiciones. Hay también evidencia de que las élites están más polarizadas que las masas. Tras el mayor acuerdo político de los últimos años —el del 15 de noviembre de 2019—, el 67% lo evaluó bien (Cadem), aun cuando hubiera ahí capítulos “a espaldas de la ciudadanía”.
Un acuerdo será doloroso para todos. Convencer a los votantes a estas alturas tampoco será fácil. Pero un nuevo fracaso será la comprobación de la inutilidad de nuestra élite política.