El apuro es, con frecuencia, un imperativo de la vida cotidiana. La rige como un monarca que no admite demoras en el cumplimiento de sus órdenes. Pasamos de una situación a otra presionados por la rapidez que ejerce su dictum en la época actual y que, de alguna manera, impone su ritmo en todos los quehaceres humanos, incluso en aquellos de naturaleza más meditativa. La paciente espera ha sido relegada a un segundo plano, cuestión que también tiene sus aspectos negativos para el ser humano, pues, así como la innecesaria demora entorpece su tránsito existencial, el vértigo impulsivo fácilmente lo conduce a extravíos y pérdida de la sensatez. No todo acontecimiento ha de resolverse de inmediato, sin darse el tiempo prudente para la deliberación y para su desenlace.

No se trata de hacer inmerecidas loas a la lentitud, pero tampoco cabe rendir pleitesía al apresuramiento indebido, que disuelve en el trajín incesante y sin calma asuntos que ameritan ser sopesados con mayor detenimiento. Cada dilema conlleva su propia temporalidad: en algunos es imprescindible la prontitud; en otros, es más conveniente la parsimonia. A mi juicio, no hay que confundirse: lo urgente implica habitualmente inmediatez; lo importante supone con frecuencia reflexión y tranquilidad. Al fin y al cabo, la sabiduría vital consiste en moverse sin prisa y sin pausa.