Tengo un amigo enfermo y lo fui a visitar. Es un hospital público de provincia. Reconozco que, aunque lo quieras, es un peso no menor visitar allí a un conocido. Pero hace algún tiempo estuve siete días hospitalizado y sufrí mucho de soledad. Eso ayuda a empatizar. También consideré —si lo hubiere— que no me gustaría que en el juicio final me salieran con aquello de que estuve enfermo y no me fuiste a visitar.
Como decía mi amigo Ernesto Rodríguez, Cristo impuso las exigencias más altas en lo que a moralidad se refiere.
A la salida del ascensor me encontré con un tumulto de familiares que también estaban allí para visitar a sus enfermos. La regla era que solo podía entrar un visitante a la vez y eso provocaba el atochamiento. Ya en el lugar había que colocarse unos guantes y batas plásticas muy pegajosas. El ambiente era una mezcla de tristeza y vida social. La pieza era compartida y no pude sino enterarme —soy bastante intruso— de la situación de los otros enfermos.
Todo el ambiente me trajo a la cabeza una visita que hice unas tres semanas atrás a la cripta de los capuchinos de Roma ubicada paradójicamente en una de las veredas de la elegantísima Vía Véneto. Las joyas de la cripta son tres capillas hechas absolutamente de huesos humanos. Es un osario, pero los huesos —de todos los tamaños y tipos— están dispuestos con gran ingenio e inmenso talento escultórico de modo de figurar las paredes y las bóvedas, las estatuas y sus nichos, los altares y sus decoraciones, los candelabros y lámparas colgadizas. No hay ningún hueco, ninguna superficie ningún objeto que no se halle con tanta finura y gracia esculpida en osamentas. Por cierto que la más impresionante es la de los cráneos. Inmediatamente, apenas las ojeé, salí atropelladamente escapando por el estrecho pasillo a cuyo costado estaban dispuestas las capillas, víctima de un súbito sofoco. Pensé en la macabra manera de representar el memento mori que tuvieron estos monjes y recordé el San Francisco en Oración que colgaba de un museo adjunto en que el santo mientras elevaba las oraciones mantenía aferrada a un cráneo una de sus manos.
Toda visita a un hospital (o a una clínica, que es el nombre que se reservan los hospitales privados) es un memento mori, recuerda que morirás. Pero todavía más, sin necesidad, la vida entera es una sucesión de esta lúgubre admonición.
Salí del hospital dichoso de estar afuera y anhelante de visitas que hagan reír y me recuerden que estoy vivo y todavía puedo amar y escribir.
Mi amigo convalece rápidamente.