Atrás un nuevo 11 de septiembre, en el que se cifraron esperanzas desmedidas, y pasadas también unas festividades que dieron algún respiro, ahora no queda más que anunciar la llegada de la Navidad, según harán las grandes tiendas en pocos días más, haciendo sonar villancicos e instalando arbolitos y guirnaldas, para pasar luego, en enero, a los uniformes escolares de marzo.
En el ámbito público volveremos a los desencuentros y asperezas de una política que se ha ido volviendo cada vez más pobre y mezquina —por no decir también más necia—, aunque ya sabemos que esa actividad nunca ha sido la fuente de los mejores sentimientos del corazón humano. Sin embargo, la pregunta es por qué tiene que serlo de los peores.
El miedo se ha instalado entre nosotros, y eso por diversas causas, sin excluir la acción de quienes lo alientan como estrategia para pescar a río revuelto. Nada muy distinto a lo que ocurre en el resto del mundo, es verdad, algo que conviene recordar en un país que vive ensimismado entre los hielos del sur y el desierto del norte, y entre la cordillera y el mar. Este último tiene la ventaja de permitir tender la vista en lontananza, pero es un hecho que hacemos eso muy raras veces, incluso desde las terrazas del edificio de nuestro Congreso Nacional.
Es mucha la carga que ha caído sobre los hombros de nuestro país. Un estallido social con expresiones extremadamente violentas y por causas que los complacientes de siempre nunca quisieron ver; una pandemia con efectos aún no bien estudiados en la conducta de las personas y en nuestro complejísimo entramado neuronal; una crisis económica con duras consecuencias en términos de inflación e ingresos por el trabajo; el fracaso de una propuesta de nueva Constitución; una violencia en La Araucanía que ni la policía ni el Ejército son capaces de detener; el enseñoramiento de bandas criminales a lo largo del país; una inmigración masiva y recién ahora más controlada; un deslavado nuevo proceso constituyente que parece no haber aprendido nada del anterior; la cadena nacional del crimen que integran voluntariamente cada noche los noticiarios de televisión; corrupción pública y privada, juzgada siempre con doble estándar (delitos los de los otros, desprolijidades las nuestras); reformas legislativas reclamadas durante décadas y que temores de hoy e intereses de siempre se encargan de obstaculizar ante el estupor de ciudadanos que esperan ya largo tiempo por cambios tributarios, en la salud y en materia de pensiones.
Es mucho, ¿no?
Claro que lo es, y todo eso ha caído sobre los hombros del país en un lapso de cuatro años. ¿Cómo no sentir temor? ¿Y cómo ahuyentarlo si las élites y dirigencias están infatuadas consigo mismas, llenas de sí, infladas, devolviendo con igual rabia y desmesura las que un sector pudo sufrir en el pasado reciente, en la más pura lógica del ojo por ojo y diente por diente?
Una manera de empezar a salir del atolladero podría consistir en advertir la cantidad y variedad de causas que lo han producido y dado lugar a una tormenta perfecta que —otra vez por falta de luces, oportunismo y mezquindad— nos hemos acostumbrado a remitir a una sola de tales causas. El unilateralismo de nuestras interpretaciones más populares —es el Gobierno, fue la ex-Convención, son los comunistas, es el auge de la derecha extrema y el entreguismo de la que se hace llamar centroderecha, es la licuación de la centroizquierda, es el Frente Amplio, son los jóvenes sin experiencia, etc., etc.— oculta la complejidad del momento que vivimos y dificulta los acuerdos que permitan empezar a salir de él.
El miedo advierte de los peligros, pero también puede paralizar la acción concertada que se necesita en vez de la de cada cual por su lado y conforme a sus propias ambiciones e intereses.