Tal como China, su rival regional y global, India quiere cambiar el actual orden mundial, al que, como dijo su canciller, considera “muy, muy occidental”. A India le gustaría estar en el Consejo de Seguridad de la ONU, tener más influencia en las instituciones financieras internacionales, pero, sobre todo, que se escuche su voz y representar la del Sur global, donde están la mayoría de los países en desarrollo, descontentos de la distribución del poder global. El G20 fue una buena vitrina para mostrarse como un país serio, con una economía floreciente, permitiendo a Modi lucir sus habilidades diplomáticas para encontrar el escurridizo consenso que culminó en una declaración aceptable para todos, y así evitar el temido fracaso del evento.
Para el gobierno indio, la guerra de Ucrania ha dado una señal de que la situación mundial puede cambiar, que los países no están obligados a alinearse con algún bloque o potencia, y que pueden implementar sus propias políticas para perseguir sus intereses. Tal es así que no solo estuvo en contra de las sanciones contra Moscú, su histórico proveedor de armas, sino que ha seguido importando petróleo ruso a precios convenientes. Se trata de un “multialineamiento”, dicen los indios, que permite tener relaciones con cualquier, país dependiendo de las necesidades concretas del momento.
La apuesta es que, en medio de las crecientes tensiones internacionales, adquiere mayor valor una posición independiente del país más poblado del mundo, que puede ser un árbitro o mediador de conflictos, papel que le gustaría jugar en Ucrania, aunque por ahora no ve las condiciones para que las partes dialoguen.
Para Washington, como lo puntualizó Janet Yellen, India es un país confiable, en una época en la que “hay que diversificarse de los países que representan riesgos geopolíticos y de seguridad en la cadena de suministros”, en obvia referencia a China. En momentos de tensión con Beijing, Washington necesita sumar aliados en Asia.
Rivalidad con China
Xi Jinping no fue a Nueva Delhi. Tampoco asistió Vladimir Putin, aunque el Presidente de Rusia tenía una poderosa razón para no hacerlo: una orden de arresto de la Corte Penal Internacional. En el caso de Xi, quizás no quiso exponerse a las críticas por su apoyo tácito a la invasión rusa. Pero, más bien, podría ser otro el motivo: China e India están en competencia desde hace años por ganar influencia en los países en desarrollo. Beijing tiene una superioridad económica y militar indiscutible, pero Modi usa su “poder blando”.
Así, durante meses, el gobierno indio preparó la reunión mediante un cuidadoso trabajo diplomático. Hizo consultas a los países en desarrollo sobre qué esperaban del encuentro, promovió iniciativas que no necesitaran consenso y se esforzó en proyectar la imagen de una democracia sólida, a pesar de la percepción generalizada de que el gobierno avanza hacia un autoritarismo nacionalista. Además de la declaración del G20, logró arribar por fuera de la cumbre a interesantes acuerdos. Uno con EE.UU., Arabia Saudita, la Unión Europea y los Emiratos Árabes para construir un corredor económico desde India a Medio Oriente; otro para promover los biocombustibles con Argentina, EE.UU., Brasil e Italia, y un tercero con Brasil y Sudáfrica para trabajar con Washington en la reforma de los bancos multilaterales de desarrollo. Son proyectos ambiciosos, sin certeza de materializarse, pero que le permiten mostrar liderazgo y capacidad de convocatoria. En todos ellos, China quedó al margen.
Es improbable que Beijing se sienta cómodo con esta situación. Muy probablemente, esperará una oportunidad para contrarrestar los avances de la política exterior impulsada por Modi.
Arabia Saudita a la espera de reconocimiento
Los esfuerzos por ganar un lugar destacado en la escena mundial no se limitan a China e India. Otras potencias asiáticas, como Irán y Arabia Saudita, también están interesadas. Dejando de lado el régimen de los ayatolás y sus problemas, emerge el reino árabe como un actor que pretende ir más allá de su histórico rol de proveedor de petróleo.
El gobernante de facto, el polémico príncipe heredero Mohamed bin Salman, o MBS, tiene una mirada de largo plazo, plasmada en la iniciativa Visión Saudita 2030, con el foco en diversificar su economía para sobrevivir a la transición energética. De hecho, su fondo soberano multiplica inversiones en todo el mundo; entre las últimas, su participación en Telefónica, de España, o la reciente compra de estaciones de servicio en Chile. En esto, el rol de la política exterior es clave. Por eso se ha visto a MSB moverse para enmendar sus relaciones con Irán, los emiratos del Golfo Pérsico y hasta con Israel. Y por cierto, mejorar lazos con China y también con EE.UU., estos últimos resentidos después del asesinato del periodista Jamal Khashoggi. Con Rusia, mantiene un vínculo directo en la OPEP, y por eso trata de jugar un rol en la pacificación con Ucrania.
En la ofensiva internacional para lavar la imagen de MSB y posicionar al reino, también se incluyen las inversiones en los deportes, con la compra de equipos destacados de fútbol y de ligas deportivas. Sin embargo, nada de esto podría borrar el récord saudita de violaciones a los derechos humanos, aunque las potencias por ahora miren para el lado.