Por fin quedó atrás, piensan algunos con alivio. Habrían preferido de La Moneda una orden para borrar el 11 del calendario. Mandatar a carabineros a esparcir gases de amnesia. Prohibir manifestantes en aras de la quietud. Imponer a los deudos tragarse sus recuerdos. Obligar a los callados a mantener su silencio. Instar a las víctimas a renunciar al reconocimiento que se les debe. Cancelar a quienes remuevan el tupido velo. Ahogar remembranzas, identificaciones, conversaciones. Hacer obligatorio el aroma de la reconciliación. Se intentó, pero no se pudo. El curioso hechizo de los 50 años fue más fuerte que las intenciones de sumarlo a la lista de desapariciones.
De retorno al presente, queda circulando una interrogante: ¿por qué el protagonismo sigue estando en manos de los derrotados y no de los triunfadores? O, dicho de otro modo: ¿por qué la conversación sigue girando alrededor de la revolución que se intentó y abortó, y no sobre la revolución que tras el 11 efectivamente se realizó, sin contemplaciones?
Basta ver los medios extranjeros o escuchar los saludos de los mandatarios de todo el orbe y de todo el espectro político. Nadie celebra a quienes liberaron a Chile del yugo marxista. Nadie agradece su aporte al triunfo del campo occidental sobre el bloque comunista. Nadie reconoce los logros de la más profunda revolución capitalista realizada en el hemisferio occidental en los últimos 50 años, y que determinó el curso de Chile desde entonces.
Lo mismo ha sucedido en el debate local. La magnificencia y complejidad de la figura de Allende deja a Pinochet como un personaje minúsculo, cuando no ruin. El coraje y el honor de quienes la defendieron dejan el ataque a La Moneda como una empresa infame. El dolor de las víctimas de la violación de los derechos humanos hace de la invocación a los sufrimientos por la escasez y el caos bajo la UP un pretexto abyecto.
Algo está mal. No es así como los pueblos construyen su historia, enalteciendo a los pisoteados y condenando a quienes dirigen su paso inmisericorde.
En el pasado se culpó al marxismo internacional: ya no existe; o a la izquierda chilena tradicional: está en ruinas. Ahora se ha tendido a responsabilizar a la nueva izquierda, pero esto les está otorgando un peso cultural y político que en realidad no poseen: basta con ver el rechazo al proyecto de la Convención Constitucional y el obligado repliegue de sus reformas emblemáticas.
A la derecha radical esto la tiene sin cuidado: solo mira a su propio nicho. Pero la centroderecha debiera asumir que lo sucedido revela una profunda falla.
Se podrán encontrar subterfugios para no condenar el Golpe, y al mismo tiempo declarar su adhesión a la democracia. Se podrá lamentar el bombardeo de La Moneda, y culpar de ello a quienes permanecieron en ella y no se rindieron. Se podrá hallar una argucia para reprobar la violación sistemática de los derechos humanos, y en seguida igualarla a la violencia social del estallido de 2019. Se podrán seguir satanizando las visiones que inspiraban a los perdedores, y evadir con esto cualquier mirada crítica sobre las visiones propias.
Todo eso se puede. Lo que la derecha no ha podido, sin embargo, es dotar de grandeza a su conducta en el último medio siglo. Esto no se consigue sino a través de esos actos de coraje movidos por un imperativo moral incontenible, que vencen el temor y trascienden todo cálculo instrumental. Como el de Salvador Allende ese día 11; un acto que desgarró a la izquierda y la impulsó a identificarse con el cuidado de la democracia.
Sebastián Piñera ha dado muestras de ese arrojo, en 2013 y 2019. No así la derecha. Lo pudo haber hecho ayer, adhiriendo al compromiso que les propusiera el Presidente Boric, o asistiendo al sobrio rito de La Moneda. No se atrevió, aduciendo que sería víctima de gestos de rencor. Aquí está la falla. Es de esperar que no espere otros 50 años para superarla.