El Gobierno se ha empeñado en destacar que se cumplen 50 años de la ruptura institucional que afectó al país. Pero más que mirar hacia atrás se haría bien en seguir el consejo que dio el expresidente Frei en una aparición reciente: “No sigamos discutiendo los 50 años, si van a pasar 100 años, 200 años y no va a haber una verdad oficial”. Y añadió: “Por eso, miremos al futuro y pensemos qué es posible si lo hacemos entre todos y lo hacemos bien”.
Una buena manera de mirar al futuro es evaluar lo realizado en períodos recientes para potenciarlo y mejorarlo. En el plano institucional, con el compromiso de la mayoría de los actores políticos, se sentaron las bases de varias décadas de estabilidad, con alternancias pacíficas en el poder. No es el propósito de estas líneas ahondar en el ángulo político de la realidad del país, pero no se pueden dejar de mencionar en esta materia dos aspectos que tendrán gran influencia en el futuro. En primer lugar, el rumbo que tome el proceso constitucional en curso y, en segundo término, la ausencia de un análisis crítico respecto de la explosión de violencia que se produjo en Chile desde fines del 2019. Especialmente, el hecho de que con acciones violentas, claramente organizadas, se intentó interrumpir el proceso democrático. Este es un acontecimiento reciente, no de hace medio siglo, y los mismos actores políticos de entonces están vigentes hoy.
En el plano del aumento del bienestar, el progreso ha sido excepcional y no tiene precedentes. Existen quienes presentan cifras que intentan relativizar los avances, especialmente en relación a lo logrado por los grupos menos favorecidos. Eso no es extraño, ya que es muy difícil comparar adecuadamente períodos tan largos, especialmente cuando se intenta hacerlo en términos monetarios. El mecanismo de precios, que evolucionó para facilitar la cooperación entre miles —hoy millones— de individuos, tiene como función servir para intercambiar productos y servicios hoy vigentes. El salto en el tiempo de décadas requiere de hacer estimaciones y ajustes de todo tipo; por ejemplo, cuál es la inflación relevante y cuáles son los cambios en la calidad o francamente la aparición de nuevos y mejores productos. Incluso para los mejor intencionados, es fácil modificar parámetros para acomodar las cifras según sus propias ideas preconcebidas dejándose influir por el sesgo de confirmación.
Al respecto, es interesante el análisis de la realidad de Estados Unidos que se hace en un libro reciente, “The Myth of the American Inequality”. En él, el exsenador Phil Gramm y otros dos autores recorren el camino de mirar las cifras de desigualdad, pobreza, bienestar nacional e individual y algunas comparaciones internacionales para su país. Concluyen por ejemplo que la diferencia de capacidad de compra entre el 20% más rico y el 20% de menor ingreso es solo de 4 veces y no de 16 como se difunde habitualmente. Además, el 75% de los americanos pertenece por un año al menos al grupo de ingreso superior. Por otra parte, muestran cómo el nivel de pobreza ha descendido desde 14,7% en el año 1965 a 2,5% en años recientes y no que se ha mantenido estable como se muestra en otros estudios. El nivel de bienestar individual y global de Estados Unidos es muy superior al de otros países desarrollados y la desigualdad, medida con el indicador Gini, no es la mayor de todos ellos, sino que se ubica entre Australia y Japón. Lo que hace la diferencia entre uno y otro resultado son los índices de actualización utilizados y cuánto del total de impuestos y apoyos estatales que corresponde a los distintos niveles se considera en los cálculos. La conclusión final es que los pobres no han estado estancados por 50 años, sino que han tenido un progreso notable.
En Chile la situación no es muy distinta; por ejemplo, el índice de Gini de 0.509 pasa a ser 0.397 cuando se consideran todos los ingresos incluyendo las transferencias no monetarias. La razón de ingreso entre el 20% superior y el inferior cambia de 12,5 veces a 6,9 veces. Al igual que en Estados Unidos, hay una importante movilidad entre niveles dependiendo de que un miembro más de la familia consiga empleo o cambie el nivel educacional.
Finalmente, aun despejando todo tipo de dudas sobre la manera de medir el progreso indicada más arriba, existen personas que no aceptan dichos métodos como adecuados para medir la verdadera mejoría en el bienestar. Dan a entender, por ejemplo, que estas metodologías no consideran aspectos tales como el efecto del crecimiento económico en el medio ambiente.
Frente a todas estas diversas opiniones, ¿cómo podemos encontrar indicadores que permitan concluir a la gran mayoría que efectivamente existió progreso para los menos favorecidos?
Por muy diferente que se piense, es claro que, para todos, una vida más larga y en mejores condiciones es siempre preferible. En este medio siglo la expectativa de vida pasó de 62,5 a 78,9 años. La tasa de mortalidad para niños menores de 5 pasó de 79,9 a 6,6 por mil nacidos. El gran avance fue en el sector de menos ingresos; los más acomodados ya vivían más y sus niños morían menos. También poder estudiar más se lo considera beneficioso de manera unánime. En el medio siglo la escolaridad promedio de los mayores de 15 casi se duplica, de 6,4 a 11,1 años y la cobertura escolar pasa de 69,9% a 98,2%. Nuevamente los que realmente mejoraron son los de menores ingresos; los acomodados ya estudiaban.
Desde la perspectiva del ambiente que afecta directamente a las personas, la disponibilidad de agua potable y el tratamiento de aguas servidas es lo más crítico. En el período, el alcantarillado urbano alcanzó 97,2% cuando antes era del 31,1%.
El tratamiento de aguas servidas, de ser casi inexistente, hoy bordea el 100%. La disponibilidad de agua potable urbana, uno de los puntos que resaltaba el Presidente Allende como uno de los grandes flagelos de los pobres, es hoy muy cercana al 100%. Ello no se logró gracias a sus encendidas proclamas, sino a la recuperación y encauzamiento de la institucionalidad que crea riqueza y que su Gobierno prácticamente destruyó.
Pero hay otra perspectiva que también nos permite alejarnos de las medidas monetarias y de las dificultades de la comparación a lo largo de los años. Es una mirada nueva que calcula cuánto tiempo de trabajo permite a un individuo adquirir ciertos bienes o servicios. En Chile, en este medio siglo el costo en trabajo de un conjunto de necesidades bajó prácticamente un 80%. Eso explica que no sean los de mayores recursos los que hoy pueden tener lavadoras, televisores, autos, teléfonos muy superiores a los del pasado e incluso mejores viviendas. Chile ha logrado un mayor y más igualitario bienestar en este período y a mayor velocidad que sus pares latinoamericanos.
Pero si miramos la trayectoria en el tiempo, el salto hacia adelante ha perdido fuerza. Se basó en permitir la creación de riqueza por una parte y enfocar por otra el esfuerzo del Estado en respaldar a los menos favorecidos, pero no para eternizarlos en su dependencia. El ejemplo que nos aporta el libro del caso americano muestra cómo la guerra contra la pobreza declarada en los 60 terminó creando grupos dependientes del favor estatal, se destruyeron familias y el hábito del esfuerzo.
Ambos pilares están debilitándose en el país. El Gobierno debiera entender que hay quienes no ven en sus propuestas emblemáticas —la tributaria y previsional— la solución. Más que discutir nuevos cambios de impuestos, es necesario volver a hacer atractivo en el país invertir, crear y emplear. Seguir reformando las pensiones luego del cambio revolucionario de la creación de la PGU, cuyas consecuencias en los incentivos de participar en el trabajo formal todavía no se decantan, es precipitado. No solo por lo inconveniente de estatizar el sistema y alejarlo de las personas como se propone, sino también por los posibles efectos de seguir subiendo el total de las cotizaciones hasta el 30%.
El progreso del país en el último medio siglo es indiscutible. Es tarea de la generación actual llevar a ubicarlo entre los países de altos ingresos. Otros lo han hecho; no hay razón para que Chile no pueda lograrlo.