En los años 90 se decía que para que hubiera verdadera reconciliación se requería que quienes habían estado vivos para el Golpe ya no estuvieran. Se necesitaba que “pasara una generación”.
Pasó una generación, y nada de ello ocurrió.
Está conmemoración ha sido una involución en todo sentido, con una mitificación de lo que fue la Unidad Popular por parte de la izquierda y una reivindicación soterrada de Pinochet por parte de la derecha.
Un retroceso.
Ya solo faltan dos días. La preocupación por un 11 extremadamente violento ha significado que empresas, colegios y universidades adopten un modo pandémico para ese día. A la espera de si a los lobos se les ocurrirá salir a la calle. A la espera de cuantificar los destrozos del huracán.
Terminarán así meses que han tenido algunas luces y muchas sombras, pero de los que quedará —sin duda— una resaca enorme en la convivencia nacional.
Primero lo bueno: Una revisión de la historia, una recopilación de material inédito realizado por universidades, medios de comunicación y otras instituciones que aportan a la entrega de antecedentes de lo que ocurrió. Ello inevitablemente —y pese al intento de cierto sector de la izquierda por evitarlo— implicó una revisión crítica de lo que fue la utopía revolucionaria de Allende, y dejó de manifiesto —una vez más— los horrores de la dictadura.
Lo otro bueno fue un Plan Nacional de Búsqueda, coherente y bien pensado para aportar en el mayor drama vigente, que es la imposibilidad de cientos de personas de cerrar un capítulo.
Y no hay más.
Lo malo, en cambio, ha venido fundamentalmente desde el Gobierno.
Primero el tono. Partiendo por el Presidente, que un día camina para adelante y otro para atrás. Una verdadera cueca con vueltas y vueltas. Un día fustiga a la oposición por no asistir donde no han sido invitados, el otro hace un llamado a la unidad. Un día fustiga a Jarpa, al otro celebra al demócrata Piñera. En todo ello ha implicado una profunda improvisación e indefinición sobre cuál es el mensaje. Esas diferencias se han visto evidenciadas en los ministros: mientras Tohá y Cordero han intentado conciliar, Camila Vallejo —dedo en ristre y olvidando su afecto por las dictaduras vigentes— se ha dedicado a fustigar.
Segundo el fondo. Cincuenta años de una fecha tan dramática para Chile no podían pasar inadvertidos. Era necesario hacer un alto. Conmemorar y reflexionar. Pero haber dedicado todos los esfuerzos de los últimos meses a esto aparece como un total despropósito. Chile está sumido en una crisis profunda política, económica y de seguridad. Nada de ello ha sido prioritario para la actual administración. No han existido anuncios, no hay agenda, no hay casi nada.
Finalmente, la convivencia. En pos de afianzar la identidad, el Gobierno intentó establecer la dialéctica de buenos y malos, de víctimas y victimarios. Por supuesto que en esta historia hay víctimas y victimarios, pero no son quienes hoy participan de la contingencia nacional. Se perdió así la oportunidad para hacer un anuncio convocante del plan de búsqueda. Se perdió la oportunidad de consensuar una declaración. Se perdió la oportunidad de un verdadero “nunca más”: a violar derechos humanos de manera sistemática, a sostener una dictadura, a buscar resolver los problemas con armas, a intentar llevar al país utopías totalitarias.
Se perdió, en definitiva, una oportunidad de revalorizar la democracia. De superar de una vez la dicotomía entre golpistas y “upelientos”, entre los del SÍ y los del NO.
Nada de ello será posible.
Y a partir del martes habrá que volver a levantarse. Es de esperar que con pocas esquirlas de una noche violenta. Pero la pregunta para el Gobierno es ¿y ahora qué?
Paradójicamente, el día 11 se cumple un año y medio de gobierno. Hasta ahora, marcado por abrazar una Constitución delirante y por esta conmemoración del golpe de Estado. Con la popularidad en el suelo, con la sensación de derrotas de una generación, con un cambio de opinión en casi todo, la pregunta inevitable es: en los próximos dos años y medio, ¿qué?