Llegué al colegio en Inglaterra catorce años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, una de las confrontaciones más sangrientas de la historia, con millones de muertos, exterminio racial, campos de concentración, persecuciones y una sucesión de actos de profunda crueldad recíproca, propios de un grave enfrentamiento bélico. Sin embargo, a pocos años la guerra no era un tema que obsesionara ni siquiera a sus protagonistas. Jamás noté sentimientos de odio, rencor hacia los alemanes, ni espíritu de revancha entre los derrotados. Pocos años después, ya en 1965, la reina Isabel II visitaba Berlín y era recibida con entusiasmo por la población alemana; y a nivel político comenzaban las iniciativas para formar una Europa unida que garantizara que nunca más se enfrentara en una conflagración armada.
Tal vez esos recuerdos sean un factor que explique mi incapacidad intelectual y emocional para sobrellevar con tranquilidad la explosión de prejuicios, odio, rencor y deseos de venganza que han caracterizado la conmemoración de los 50 años, sentimientos, desgraciadamente, instigados explícita o implícitamente por el propio gobierno y sus partidarios.
Es posible que los efectos de las experiencias históricas traumáticas, como lo fueron la Unidad Popular, el golpe militar y los años de dictadura, no estén tan condicionados por el número de muertos y maltratados, sino por las consecuencias nefastas de instalar una división entre compatriotas en bandos irreconciliables, que, en un momento, incluso llegaron a sentir que para que unos sobrevivieran debían desaparecer los otros: un país de vencedores y vencidos y de vencidos que quieren vencer.
Preciso es reconocer que este aniversario ha significado también la posibilidad de mirar nuestro pasado en una forma más completa y fundada y de superar el tabú que prohibía hablar acerca de la experiencia del intento de revolución marxista irreversible —realizado, en la práctica, con métodos violentos y al margen del Estado de derecho—, porque buscar explicaciones a lo sucedido sería una forma de justificar la violación posterior de los derechos de las personas. Afortunadamente, el intento por silenciar el debate y por instalar una verdad oficial ha sido detenido y hay una mayor aceptación de que el por qué se destruyó la democracia es una pregunta abierta que será siempre objeto de discusión.
En esta conmemoración quisiera que mi contribución fuera recordar el emocionante y sabio discurso pronunciado por el Presidente de Alemania al cumplirse 40 años de la rendición de su país y del fin de la guerra: “Debemos tener la fuerza para mirar la verdad. A los ojos, sin embellecimientos y sin distorsión”, porque esta “es una fecha para recordar lo que las personas han sufrido y para reflexionar en el curso que tomó nuestra historia. Mientras más grande sea la honestidad con que conmemoremos este día, más libres seremos para enfrentar sus consecuencias con responsabilidad”. Y —con una comprensión cabal de que la historia no es meramente el relato de hechos inconexos, sino una disciplina intelectual que tiene reglas y métodos y cuyo interés principal siempre ha sido entender la relación entre causas y consecuencias— afirma que la causa de la derrota de Alemania “debe buscarse en los inicios de la tiranía nazi que provocó la guerra: no podemos separar el 8 de mayo de 1945 (día de la rendición alemana) del 30 de enero de 1933 (día de la asunción al poder de Hitler y su partido nazi)”. Insiste, asimismo, en que las culpas son personales y no colectivas, por lo cual “no se le puede pedir culpas a quienes ni siquiera habían nacido en esa época por crímenes que no cometieron”. Pero igualmente “cualquiera que cierre sus ojos al pasado es ciego al presente y cualquiera que rehúsa recordar los actos de inhumanidad es vulnerable a repetirlos”.