Basta con leer el prólogo del libro de Cristóbal Jimeno y Daniela Mohor —“La búsqueda”—, para simpatizar con el enfoque y el tono que emplearon los autores al narrar la desaparición del padre del primero de ellos —Claudio Jimeno— el 11 de septiembre de 1973, posteriormente ejecutado y su cuerpo hecho desaparecer junto al de otros detenidos en la misma fecha. Claudio Jimeno se desempeñó como uno de los asesores del Presidente Allende, y el día del golpe se quedó en La Moneda acompañando al mandatario. Su hijo Cristóbal, abogado, y la mujer de este, Daniela, periodista, tomaron la decisión de investigar la desaparición del asesor ejecutado, intranquilos con la justificación de los crímenes de la dictadura, como si hubieran sido solo efectos colaterales inevitables del quiebre democrático.
Críticos de quienes justificaron y renuevan hoy la justificación del golpe y los crímenes consiguientes, los autores tampoco vacilan en su crítica a los sectores de izquierda que hacen lo mismo con aquellos que se cometen hace rato en Cuba, Nicaragua o Venezuela, y que nunca han condenado abiertamente. El doble estándar les resulta inaceptable tratándose de derechos fundamentales de la persona humana. Ni justificar, ni dejar de condenar, ni silenciar, ni considerarlas inevitables, nada de eso está moralmente justificado, puesto que el fundamento de tales derechos consiste en mucho más que en convenciones internacionales sobre el particular. Tal fundamento se encuentra en la dignidad humana (nadie es más ni menos que nadie), o sea, en el similar valor que los seres humanos nos reconocemos intersubjetivamente.
Esa pareja dignidad es una conquista civilizatoria reciente. Durante milenios hubo que luchar por ella contra quienes se sentían más dignos que los demás, esto es, poseedores de un mayor valor que les otorgaba la prerrogativa de discriminar, dominar o directamente eliminar a otros individuos de inferior valor.
No me referiré a los demás méritos del libro, y aludiré ahora, para celebrarlo, al recién anunciado Plan Nacional de Búsqueda, y que compromete no a un gobierno, sino al Estado de Chile.
El franco deterioro de nuestra política ha llegado al punto de no saber distinguir entre los asuntos del Estado y aquellos que conciernen a un determinado gobierno. Ese deterioro ha venido quedando tristemente de manifiesto en los últimos meses con motivo de la proximidad de un nuevo 11 de septiembre. La pobreza política y moral de algunos para analizar y expresarse acerca de lo que estamos a la puerta de recordar es un mal augurio para un país cuya elite pareciera creer que todo el acuerdo que necesitamos hoy se reduce a qué hacer con el litio o las tasas de interés.
Hay políticos que consideran “problemas de Estado” a los que muchas veces no pasan de ser sino meros asuntos comunales, y algunas de esas mismas autoridades se expresan como si los derechos humanos no constituyeran un asunto de Estado, sino algo que se manejaría según el signo y preferencias de los gobiernos. Hasta el cuello con una contingencia casi siempre mediocre que los ahoga en el oportunismo y la mezquindad, actúan como si el tema de los derechos humanos y las todavía pendientes exigencias de verdad respondieran al ánimo de venganza con las instituciones que se vieron involucradas, durante diecisiete años, en violaciones a los derechos humanos.
El Plan Nacional de Búsqueda —y el libro mencionado al comienzo de esta columna es un muy buen botón de muestra— constituye una nueva oportunidad institucional para continuar avanzando en una materia en la que se han hecho importantes avances, los cuales, sin embargo, no excusan al Estado de perseverar en los temas de memoria, búsqueda y reparación todavía pendientes.
Deberíamos asumir ese Plan con lealtad y tomarlo tan en serio como en reciente entrevista en este diario lo hizo la ex ministra en visita Amanda Valdovinos.