En días de confrontación de “memorias” (o desmemorias), ha aparecido un asomo de polémica por un renovado tipo de conversos. El origen último de la idea de conversión proviene de las grandes religiones monoteístas, en parte heredadas a los credos seculares. Uno de estos fue el marxismo, sobre todo el marxismo revolucionario del siglo XX, que aún subsiste por ahí y por allá, más que nada en América Latina.
A raíz de los 50 años, se replanteó el tema de la izquierda democrática, y si es que existió durante la época de la Unidad Popular. Sucede que desde mediados de siglo la izquierda democrática —para el caso, la que no tenía como modelo sistemas marxistas— fue desapareciendo del mapa, lo que explica no poco de los años de Salvador Allende. En contracorriente, la convergencia que se produciría en los 1980 se originó en gran medida en un quiebre de la izquierda marxista y en el retorno al modelo de democracia política, como fenómeno específico de la modernidad, que permitió el vigor del Chile de la nueva democracia.
Así como existe el “revolucionario de barrio alto” —ostentan participación significativa en las grandes revoluciones—, ha dejado más impronta un fenómeno inverso: que de las filas revolucionarias en el pensar y en el actuar surgieron críticas potentes a sus medios y fines. Alimentaron la reforma y no la revolución; a veces nutrieron la sensibilidad conservadora; en el siglo XX, la mayoría fortaleció lo que algo esquemáticamente llamamos socialismo democrático. Nunca se podría exagerar el papel que en política y en cultura desempeñaron los desengañados del comunismo o, más genéricamente, del marxismo. (Por cierto, es lo contrario del recientemente fallecido Guillermo Teillier, admirador de la tiranía hereditaria de Corea del Norte.)
En cultura ha sido patente. En especial, en esos testimonios intelectuales y literarios que han tenido significación en el debate político. Para citar a los ya fallecidos, George Orwell, Arthur Koestler, Yevgeni Zamiatin, Ernst Jünger, el mismo caso de Albert Camus y, en nuestro continente, Octavio Paz —el cubano Guillermo Cabrera Infante podría ser agregado a la lista— hasta nuestro Jorge Edwards, representan esta maduración debida al tránsito por la tentación totalitaria. Le dieron espesor a ese entrecruce entre la prosa del ensayo literario con el pensamiento político. De lo mucho que se puede escoger, me gusta añadir a Manès Sperber y su extraordinaria novela sobre el mundo del Comintern, la internacional comunista, en definitiva casi puros agentes al servicio de la Unión Soviética, premunidos de ardiente motivación, talento e intelecto. Su título, “Como una lágrima en el océano”, seguramente en un primer golpe de vista parecerá de radionovela de otra época. Por favor, estimado lector, lea sus casi mil páginas y cuando termine estará lacerado por la tensión insuperable del sacrificio realizado y la sanguinaria vacuidad de sus resultados, repleto de vidas desperdiciadas y a la vez con un dejo de diamante, esperanza profunda si bien frágil en lo que aparece. Así, al terminar la última página de Sperber, su título ya no será empalagoso, sino que relucirá en su hondura trágica y en esplendor de la comprensión acerca de lo humano.
Nuestro Chile habrá sido un campo de laboratorio de la crisis ideológica mundial, pero fue relativamente pobre en esta experiencia, aquella de caminar sobre las brasas como emerger con una sabiduría y fuego prometeico del que carecerán quienes —eso creen— siempre tuvieron la razón; en cambio, transmutaron su experiencia tormentosa en creatividad cultural o enriquecimiento de la práctica política.