Cuando los evangelistas relatan las curaciones hechas por Jesús, no solo pretenden contarnos un episodio concreto, como si fuera un relato periodístico, sino que siempre buscan entregarnos un mensaje que nos involucra a todos. Donde Jesús llega con su Palabra, siempre ocurre algo extraordinario: Curaciones, transformaciones, conversiones. No se trata de la conversión de otros, sino de la nuestra.
Este domingo, la liturgia nos regala uno de esos relatos extraordinarios. Jesús se dirige a la región pagana de Tiro y Sidón, y se encuentra con la mujer cananea que pide la curación de su hija endemoniada. Es la primera vez que Jesús sale con sus discípulos de Israel, por lo que esta muchacha es imagen de la humanidad que se encuentra alejada de Dios. Ella refleja al ser humano quien, movido por las fuerzas mundanas del odio, el ansia de poder y el orgullo, termina metido en guerras, abusos, corrupción y tantas otras atrocidades que vemos que hasta hoy nos rodean. Es llamativa la convicción que lleva a esta madre a buscar una cura para su hija . Ella percibe que en Cristo está la vida para su hija. Claramente se trata de la contraposición entre las fuerzas del mundo que producen la muerte y el espíritu de Cristo que produce la vida . La humanidad de hoy, enferma y herida, movida por fuerzas que la dividen y la destruyen, necesita de Cristo.
Entonces se produce una situación que nos sorprende. Ante la petición de la madre por la curación de su hija, Jesús primero guarda silencio y después dice que debe ocuparse de los problemas de su pueblo. En esto está encarnando la forma de pensar y de juzgar de sus discípulos, quienes eran fieles a sus tradiciones. La mujer insiste con un grito de auxilio. Es la humanidad que necesita de la Palabra de Cristo para liberarse de aquello que la deshumaniza y nosotros que tendemos a silenciarla . Frente a una sociedad cada vez más secularizada, nuestra respuesta tiende a ser la privatización de la fe, es decir, comprender que la fe pasa a ser algo individual, privado, íntimo. Es nuestra forma de silenciar este permanente pedido de ayuda de la humanidad. La Palabra de Dios es alimento permanente para una vida verdaderamente humana, y esta es la gran propuesta que tenemos que anunciar al mundo de hoy.
La semana pasada escuchamos que Jesús recriminaba a Pedro su falta de fe. En esta oportunidad vemos que Jesús alaba la grandeza de la fe de esta mujer pagana. Ella comprendió antes que los discípulos que en el corazón de Dios todos, sin ningún tipo de distinción, son hijos amados. Ella comprende que incluso con una migaja del Evangelio bastaba para liberar y transformar su corazón y el de su hija.Esto nos recuerda el "todos, todos, todos" que hace pocos días les decía el Papa Francisco a los jóvenes en Lisboa . A los discípulos les llevará tiempo llegar a tener la fe de esta mujer en el amor incondicional y gratuito de Dios, pero lo lograrán.
Hoy no sabemos dialogar con respeto y serenidad, nos cuesta entender qué significa acoger al que piensa o vive distinto. Tendemos a encasillar a los buenos y los malos, los que piensan de una forma o de otra y, en definitiva, queremos imponer nuestra postura, más que estar dispuestos a escuchar y acoger. Hemos visto cómo se ha ido acrecentando cierta intolerancia donde no hay espacio para el verdadero diálogo, sino que se tiende a cancelar no solo al que piensa distinto, sino que incluso se quiere tergiversar la historia. La fe cristiana, lejos de cerrarnos hacia los demás, nos abre al otro, a escuchar y dialogar , a presentar la belleza de la verdad que nos revela Cristo, y a descubrir que caminar juntos no significa uniformarnos, sino querernos, respetarnos y ayudarnos.