Se dice que los aniversarios son ocasiones para hacer balances; para poner en alguna imaginaria balanza lo blanco y lo negro, lo ganado y lo perdido, los haberes y los debes, y con aquello que nos queda en las manos, exorcizar esos fantasmas del pasado que no nos dejan hilvanar el futuro en paz. Es un ejercicio sin el cual no es posible volver a imaginar, planificar y celebrar nuestras vidas. Esto es válido para las personas y las familias; también para las comunidades y las naciones. En la nuestra —lo hemos visto lastimosamente en estos días—, hay un fantasma que aún no logra ser integrado a nuestro legado común: la figura del Presidente Salvador Allende.
Es usual recordarlo e interpretarlo por el gesto crístico que lo llevó a morir en La Moneda asediada, y por los mil días de su gobierno. Es un error: hay que entenderlo desde su vasta trayectoria previa, que es tanto o más rica que la experiencia de la Unidad Popular.
El doctor Allende fue protagonista central de buena parte del siglo 20 chileno. Lo hizo todo: egresado del liceo fiscal y la Universidad de Chile, donde fue líder estudiantil; médico y dirigente gremial en el campo de la salud; ministro de Salubridad y Previsión Social de Pedro Aguirre Cerda; fundador y dirigente del siempre rebelde Partido Socialista; diputado y senador por más de 30 años representando a las regiones más diversas; forjador de alianzas y coaliciones; tenaz partidario de aprovechar los espacios institucionales para el cambio social; cuatro veces candidato a la Presidencia de la República.
Como personaje de su tiempo, Salvador Allende fue parte del consenso que gobernó a Chile desde los años treinta hasta 1973, y del cual participó toda su clase dirigente, tanto política como intelectual, empresarial como sindical, militar como religiosa. Como lo sintetizara Aníbal Pinto, tal consenso estuvo estructurado en torno a tres pilares: la industrialización apoyada por el Estado y orientada a la economía doméstica, un sistema político en lenta pero gradual expansión, y la incorporación de nuevos grupos sociales al sistema (clases medias, trabajadores, campesinos y marginales urbanos). Nada de esto era una invención local: era un modelo que se inspiraba estrechamente en el camino que seguía la Europa de la posguerra.
¿Había diferencias entre la izquierda, el centro y la derecha? Por cierto, pero antes que sobre la estrategia misma y su dirección, eran sobre la forma de combinar sus tres componentes y su ritmo de avance. Por largo tiempo, asimismo, se lo estimó transversalmente como un modelo exitoso, que le permitió a Chile desplegar una historia de logros en el concierto latinoamericano, con su incipiente industrialización, un sistema democrático notablemente estable y la ausencia de crisis sociales de envergadura.
No todo fue miel sobre hojuelas, por cierto. El crecimiento económico fue mediocre de cara al explosivo aumento de la población en el período 1920-60, con una descontrolada inflación de las áreas urbanas. La expansión de la educación y la democracia, de otra parte, generó una explosión de las demandas sociales, ante las cuales los actores políticos reaccionaron prometiendo reformas cada vez más profundas, algunas de las cuales terminaron por desbocarse.
A los ojos de muchos de nosotros, jóvenes de izquierda de los sesentas, Salvador Allende era una figura más de un establishment que había que superar. Era lo que fuera Ricardo Lagos para la generación política de 2011: el ícono de los “30 años” precedentes; de una democracia que nos parecía más volcada al acomodo que al cambio. El propio Allende nos demostró que estábamos equivocados; en ambos juicios: el que hacíamos al pasado y a su figura.
Ignacio González Camus, en una obra que destina a sus últimas horas, dice que él “tenía el país en su memoria”. A 50 años de su muerte, ojalá los chilenos de hoy le restituyamos al doctor Allende su lugar en la memoria del país que lo formó y al que quiso por sobre todas las cosas.