La confesión de Pedro se encuentra en los sinópticos: "Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo". Solo Mateo -evangelio de hoy- recoge la promesa que Jesús hace a Simón: "Yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (el poder del infierno no la derrotará)" (Mateo 16,18).
En esta promesa está implícita una lucha contra la Iglesia del "poder del infierno", donde nunca sus puertas "prevalecerán contra ella". Esta tensión acabará en la historia antes del Juicio Final, cuando "el Diablo, el seductor, (es) arrojado al estanque de fuego y azufre, donde están también la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos" (Apocalipsis 20,10).
Esta certeza pone en aparente conflicto la constante vigilia de amor que predica el Señor: si quieres ser leal, no te fíes, se prudente (cfr. Mt. 24 y ss. Lc. 12 y ss.), porque ¿quién va a vigilar y estar atento si sabe que no va a ser vencido? ¿Es bueno anticipar a los miembros de un cuerpo que nunca van a ser vencidos definitivamente?
Pero los problemas han sido tantos y tan graves que, sin estas palabras de esperanza, muchos cristianos habrían claudicado. De no mediar esta promesa, hubiese sido muy difícil perseverar a lo largo de estos siglos: "Se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba" (Marcos 4,37).
Después de anunciar la Eucaristía, Jesús mismo experimentó una crisis que derivó en un cisma de sus discípulos (Juan 6, 26 y ss.) y preguntó a los apóstoles: "¿También ustedes quieren marcharse? (Juan 6, 67). Después viene su pasión y muerte, la crisis del Sábado Santo que salva María. Con estas heridas, fuertes vientos y grandes olas, nace y comienza a caminar la Iglesia.
Vemos que las cartas del Nuevo Testamento son escritas para consolar, fortalecer y también corregir abusos, peligros y errores que amenazan a esas comunidades cristianas. Si no son los desafíos externos, somos nosotros quienes la ponemos en peligro.
Y usted Padre, ¿qué sugiere? ¿Qué me acostumbre a esas pruebas, esos escándalos, errores, malos ejemplos, etcétera?, ¿que me dé los mismo porque al final esta barca nunca se va a hundir? San Pablo nos ayuda: "Si un miembro padece, todos los miembros padecen con él" (1Cor. 12,26). La contrición y el desagravio nos permiten ver siempre la cabeza de este cuerpo y nunca acostumbrarnos, porque la indiferencia es lo opuesto a la caridad.
Pero Padre, ¿puedo tener miedo a pesar de esta promesa? Si contemplamos a los apóstoles, la respuesta sería sí: "Se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Entonces le despiertan, y le dicen: Maestro, ¿no te importa que perezcamos? (Marcos 4, 37-38).
Sin embargo, el miedo, es falta de fe: "¿Por qué se asustan? -les pregunta Jesús- ¿Todavía no tenéis fe?" (Marcos 4, 40). No es artificial que en cada Misa le pidamos a Dios Padre: "No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad" (Rito de Comunión). Aquí en la tierra, peregrinamos en la fe, en el claroscuro de las olas, del viento, solo cuando lleguemos a puerto, se dará la "visión", la patria definitiva.
En este peregrinar no vamos solos y los demás cuentan con mi fe, no soy un eslabón suelto en la Iglesia. Por eso nos llena de fortaleza y alegría creer que estas olas "no prevalecerán contra ella", en parte, gracias a mi fidelidad: "Si un miembro es honrado, todos los miembros se gozan con él" (1Cor. 12, 26). Son siempre tiempos de fidelidad.
"Ahora yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella".(San Mateo 16,18)